En la caja de un supermercado, la cajera latina ya ha sumado los precios de la compra de un tío y aguarda con una sonrisa y algo de cansancio a que el mismo tipo, un español, guarde los productos, saque la cartera, pague y se vaya. Al hombre se le acumula la compra en esa bandeja de chapa donde ellas depositan las frutas y las latas junto a las bolsas de plástico. Porque sujeta con una mano el móvil y charla por él sin prisas, mientras utiliza la otra mano para guardar paquetes. Muy despacio. La consecuencia es que, al final, la cola aumenta y todos, los demás compradores y la propia cajera, miramos al tipo que vive sólo para sí mismo y le importa un huevo el resto del mundo. Su tarea es desesperante, más ocupado en hablar con su interlocutor que en coger el dinero y pagar y llevarse la compra y desaparecer: despacio, toma un paquete o una lata y lo deposita en el interior de una bolsa; no mira lo que hace y, por tanto, tarda el doble en acertar con la abertura del plástico; al segundo o tercer intento lo consigue. La cajera se encoge de hombros, porque ni a ella ni a los demás nos gusta interrumpir una conversación. Me muerdo la lengua para no ser grosero. La gente mira asombrada al fulano. Minutos después, una vez terminada la tarea, paga. Con calma. Cuando le dan el cambio y el recibo de la compra, entonces le dice a su interlocutor que tiene que colgar, guarda el teléfono, toma el pedido y se va. A su aire.
Al llegar al barrio los vecinos españoles de enfrente aparcan, como cada día, su coche en la puerta del garaje de nuestro edificio. Todas las tardes, por tanto, se produce la misma canción. Alguien llega a casa a esas horas, no puede entrar, toca el claxon y unos minutos después el vecino baja echando pestes y gritándole al conductor que pare ya y que por qué no se calla. Pero hoy, además, llueve, y quizá por eso y por los consecuentes atascos, el conductor está literalmente hasta las pelotas, y le dice al vecino de enfrente que ya está bien, que lleva ocho minutos esperando. Le dice que viene de trabajar, que está cansado y que sólo quiere entrar en el garaje de su casa. El otro se pone chulo, endosa excusas, le cuenta una película. Se gritan un poco y el conductor se queja: está harto, todos los días de la semana, cuando viene del trabajo, se encuentra el coche del vecino bloqueando la puerta, tarda más tiempo en entrar al garaje y además paga una pasta por la plaza y por el acceso. Terminan disculpándose.
En las tiendas, antes de entrar o salir por la puerta, uno mismo (en su papel de caballero) permite a la gente que también entra o sale que pase primero. Sujeta la puerta, con amabilidad, y más si son mujeres. Pero uno casi nunca (hay excepciones) recibe el premio de consolación, que es una palabra: “Gracias”. Y se queda con cara de póker, como si el personal le hubiera tomado por un portero de servicio. Y quizá desconocen que, aunque un portero nos permita el paso y nos abra la puerta y en eso consista su trabajo diario, también al portero hay que darle las gracias, porque nos está haciendo un favor aunque le paguen. Estas y otras historias nos las encontramos a diario, en esta o en aquella ciudad. Son las anécdotas cotidianas que a veces nos obligan a aborrecer al prójimo porque la mayoría de los ciudadanos van a su rollo, viven para sí mismos, obcecados en su propio interés, olvidando el concepto de vivir en sociedad, que supone o debería suponer, al menos, que no le pongas la zancadilla todo el tiempo a quien tienes al lado. No cuesta nada ser amable, ser más diligente para que medio supermercado no pierda la tarde, pedir disculpas cuando tu coche y tu actitud entorpecen el tiempo de una persona que viene de trabajar.