Cuando se va a cenar a un restaurante chino, uno espera que los camareros sean chinos. Cuando va a comer a un restaurante gallego, espera que los camareros sean españoles. De lo contrario, nos sorprendemos. En los restaurantes madrileños parece como si hubieran barajado la nacionalidad de los camareros, y luego los hubieran distribuido al azar por los locales. Una vez estuve en un restaurante ruso, ya lo he contado: la decoración era rusa, los alimentos eran rusos, el menú era ruso, la vestimenta de los camareros era rusa. Todo era ruso, excepto los camareros. Esto me recuerda a esa sentencia de Groucho Marx, cuando le dice a una mujer en “Una noche en la ópera”: “Por eso estoy aquí ahora sentado con usted, porque usted me recuerda a usted. Sus ojos, sus labios, todo me recuerda a usted; todo, excepto usted”. Hace mucho que no entro en un restaurante chino, pero en algunos de los que frecuenté los camareros solían ser españoles. Incluso un amigo mío estuvo trabajando en un restaurante chino de Zamora, y él no es asiático. En muchos locales de comidas donde sirven menú mediterráneo todos los camareros hablan español, pero no suelen ser españoles, sino cubanos, argentinos, africanos, y así. Salvo esas viejas y legendarias tascas en las que el maître y el chico de la limpieza no sólo son españoles, sino que tienen ya ochenta años cada uno. La otra noche entramos en una afamada cafetería que incluye un reservado para comer y el camarero más joven rondaría los setenta.
Es frecuente meterse a cenar en garitos árabes o hindúes y, aunque no siempre, descubrir que quienes atienden las mesas son jóvenes españoles. También estuve en un restaurante argentino en el que no todos los miembros del servicio eran argentinos. Una noche volvimos a cenar a un restaurante árabe que nos había gustado mucho en una visita anterior. Pero esta vez todas las camareras tenían los ojos rasgados. Uno de nosotros les preguntó de dónde eran. “De Filipinas”, dijeron. Ya sé que es una bobada, pero cuando uno entra en un restaurante árabe espera que le atiendan árabes con turbante, o algo por el estilo. Por fortuna, la bailarina que hizo la danza del vientre para los comensales sí era mora. Digo por fortuna porque este tipo de baile debe hacerlo una mujer árabe. Durante la cena, nos pusimos a especular: “Si las camareras son filipinas, y probablemente los cocineros sean árabes, ¿serán los dueños también árabes, o el negocio estará en manos de españoles o de rusos?”. También me ha ocurrido lo de ir a cenar a un restaurante italiano y esperar que el servicio tenga un delicioso acento italiano, y luego resulta que la camarera provenía de Valladolid. No tengo nada en contra, pero no es lo que uno espera. En otra ocasión, de regreso a casa, de madrugada, nos entró hambre y nos metimos en un local de comida rápida. Servían kebab turco, pizza italiana y bocadillos de jamón serrano. Sólo había dos camareras que hacían las veces de cocineras. Creo que eran dominicanas. No es lo que uno espera.
Y, entonces, ¿qué es lo que espera? Pues espera el tópico. O sea, que los garitos chinos los atiendan chinos. Que los garitos españoles los atiendan españoles. Que los garitos árabes los atiendan árabes. Que los garitos italianos los atiendan italianos. Y así podíamos seguir hasta hartar al lector. Lo bueno de este tinglado, de estos locales para los que han barajado las nacionalidades, es que todos manejan con soltura el castellano. Aprenden rápido. Saben que el idioma es la herramienta imprescindible para abrirse camino. A mí todo esto me parece muy bien, porque se demuestra que, digan lo que digan, no hay tantas barreras en la contratación.