Estamos sentados en el patio de butacas del Teatro Alfil. Antes de entrar, aguardando en la acera a que abriesen las puertas, he visto pasar a mucha gente rara, tipos trapicheando, yonquis hechos puré, fulanos con mala pinta. Es lógico, porque la Plaza de Soledad Torres Acosta queda cerca. Nunca había estado en el Alfil. Es un teatro diferente, muy apropiado para obras desenfadadas, en las que el público se involucre, en las que no sea necesario respetar el silencio. La sala es pequeña. A la izquierda de las butacas hay una barra de bar. Casi todo el público es joven, y algunos van hasta la barra a pillar botellines de cerveza y copas. Abundan las chicas. También es lógico: el protagonista es Fele Martínez. Atractivo para las mujeres y dotado de un gran talento interpretativo. La obra es “Solomillo. Una historia poco hecha”. Un monólogo de la compañía Sexpeare, escrito por Santiago Molero y Rulo Pardo. Una comedia loca, surrealista y gamberra. Pero eso aún no lo sé. Porque no se ha alzado el telón y sólo se que he ido a ver un monólogo de Fele Martínez.
Antes de empezar, una voz nos anuncia que, en algunos casos, se requerirá la colaboración del público. Nuestro cometido consiste en ayudar al protagonista a tomar decisiones, para avanzar en el desarrollo de la historia. Entonces empiezo a temblar, porque odio el teatro interactivo. Más tarde descubro, con alivio, que el asunto no era tan grave. En un par de momentos, durante la obra, una chica ataviada de cerdito sale al escenario y pide al público que decida qué rumbo debe tomar el personaje, Juan Solomillo. Para votar, basta con alzar el programa de mano. Una opción nos llevaría a la calle, porque con la misma termina la obra. La otra opción permite que el argumento no se detenga. En una de las ocasiones, como no queda muy clara la elección del público, la chica empieza a pedir que tal o cual espectador diga un número. Luego, un nombre. Así, como en el instituto, la responsabilidad salta de fila en fila hasta que le toca, finalmente, a una mujer del público. Ella debe decidir. Su decisión nos conduce al fin de la obra (me temo que la mujer no tenía claras las propuestas). Fele Martínez sale, le aplaudimos y las puertas quedan abiertas. Desde mi butaca ya veo el exterior, la noche, y los coches pasando por la calle. Entonces el actor dice que ese es un mal final, que nos hemos gastado el dinero en vano, pudiendo ver unos cuantos minutos más, que ahora viene lo bueno. Y decide proseguir con el final alternativo. Se cierran las puertas, se apagan de nuevo las luces y el espectáculo continúa. Es un ejemplo del tono gamberro de la obra. Nunca sabemos si eso estaba pactado o la mala elección de la mujer del público hizo que el protagonista improvisara. Y eso es lo divertido.
“Solomillo” cuenta la historia de un pedazo de carne de cerdo que se enamora de un entrecot. Cuando a María Entrecot la despiezan, él se abandona. Su meta es pudrirse, para que no lo devoren. La obra juega con un doble sentido, con el simbolismo. El solomillo representa a un hombre. El entrecot, a una mujer. Ella desaparece, quizá le deja por otro o se larga. Dolido, él toma el camino de la autodestrucción: drogas, alcohol, noches salvajes. Lo más asombroso, aparte de los hábiles juegos de palabras del monólogo y de los temas musicales que acompañan a la puesta en escena, es que Fele Martínez hace todos los papeles, demostrando su versatilidad y su sano sentido del humor. El hombre, la mujer, el solomillo, la gente con la que se topa. Esto le permite imitar voces, bailar, cantar, saltar, llorar, gritar, susurrar, reír, fingir que se cepilla a la chica y se masturba. Lo que llaman un tour de force. Impresionante.