Leer a Don DeLillo, con su prosa enigmática y sus recovecos y sus símbolos, siempre es un placer. Falling Man (El hombre del salto, en España) arranca con una imagen arrebatadora. Un hombre trajeado y con un maletín en la mano aparece entre el humo, el polvo y la ceniza. Acaba de sobrevivir a los atentados del 11-S. Conmocionado, se dirige a casa de su mujer, con la que ya no vivía. Desde entonces comienzan otra relación, esta vez de costumbres, de mera supervivencia. El 11-S afecta más a Lianne que a Keith (Ella quería sentirse a salvo en el mundo y él no). Keith se lía con otra mujer, que también estuvo en las Torres Gemelas. Lianne tiende a la desesperación y a la furia. Hay otros personajes, como Hammad, uno de los terroristas; o el Hombre del Salto, artista callejero que irrumpe en la ciudad cuando menos se lo esperan sus habitantes; o los niños, que observan el cielo buscando señales de los próximos ataques de "Bill Lawton" (así han entendido ellos el nombre de Bin Laden). Lo más interesante, sin embargo, está en el retrato de ese matrimonio que convive de nuevo tras el horror: un hombre y una mujer que, de manera individual, van a la deriva, y ni siquiera saben por qué viven. Una de las pasiones de Keith es el juego, el póquer. Como buen jugador, DeLillo se reserva el as en la manga y lo enseña en el último capítulo. Un capítulo espléndido que empieza siguiendo a Hammad, dentro de uno de los aviones que van a estrellarse contra el World Trade Center, continúa con Keith y la catástrofe y nos devuelve al principio, al momento inmediatamente anterior al del inicio de la novela, cuando él surge entre el humo, el polvo y la ceniza. Así, en un punto, DeLillo une personajes e hilo conductor. Su descripción del horror es fabulosa, y el acierto de contar el principio de la historia sólo al final convierte el libro en circular.
Una gran novela, compleja y difícil de seguir en algunos pasajes, pero no me parece su mejor libro, como han señalado algunos críticos.