No recuerdo dónde lo leí, y ni siquiera recuerdo si el autor que lo decía era santo de mi devoción o no. En cualquier caso, voy comprobando que tenía razón, fuera quien fuese. Decía, en un artículo o en una bitácora, algo del estilo a que Madrid es una ciudad donde prolifera el insulto en cada esquina. Un sitio donde se insulta mucho. Poco a poco voy comprobando que el enunciado es cierto. En otras ciudades, como Zamora o Salamanca, no lo he notado, no lo he oído. Supongo que es la presión de la gran ciudad, del tráfico, de las prisas, de los atascos, del calor en el metro, del ruido y de esta locura generalizada. Todo el mundo tiene un insulto preparado detrás de los labios, para soltarlo en seguida si le tocan las narices.
Insulta el taxista por la ventanilla cuando, durante la carrera nocturna, ve que otro conductor va despacio o hace una maniobra prohibida. Insultan todos los conductores en cuanto se ponen tras el volante; sí, en efecto, eso pasa en cualquier sitio, pero me temo que en Madrid sucede con más frecuencia porque los atascos se multiplican y la cantidad de vehículos es insoportable. Aquí, una anciana de la alta sociedad puede convertirse en un camionero o en un albañil o en una verdulera en cuanto se mete en el coche a conducir; me refiero, antes de que el personal se ofenda, a que el tópico dice que los camioneros o los albañiles suelen ser proclives al uso de la blasfemia. Insulta el señor que intenta salir de un vagón del metro a llegar a su destino y ve que no puede, que no le dejan porque alguien, algún otro pasajero, bloquea la salida. Insultan los yonquis cuando piden un cigarro o un euro y se les niega. Insultan los punkies que mendigan o tocan la flauta en la calle o, simplemente, se dedican a beber cartones de vino, cuando nadie les da una moneda o se niega a regalarles un mechero. Insulta el camello al que ignoras cuando, al pasar a su lado, te ofrece el catálogo completo de su mercancía de drogas blandas. Insulta la camarera a la que le vienen con gracejos, y el camarero que esa tarde no está de humor. Los alcohólicos se insultan entre ellos: constante, diariamente. Insulta el anciano que, no pudiendo atravesar la acera porque alguien ha dejado un obstáculo allí en medio, se ve obligado a esperar o a salir a la calzada. Se insulta mucho en las manifestaciones, incluso en los conciertos de música, en los que el público insulta a la banda aunque ésta sea su banda favorita. La gente se insulta en las colas para entrar a los bares. Insulta el tío al que despiertan en plena noche. Insulta la vecina que está molesta por las reyertas callejeras. Insulta el tío al que ponen una multa. Alrededor no hago más que oír una andanada de tacos: gilipollas, cabrón, hijoputa, etcétera. Hasta yo, sin proponérmelo ni pararme a pensarlo, he insultado a alguien por la calle hace días (después de que me insultara a mí). Algo que nunca antes creo haber hecho. Pero en Madrid se contagia.
A mí siempre me gustó más una frase con un toque irónico, una frase demoledora, despojada de tacos, antes que una palabrota. Al final, es más efectiva. Recuerdo un caso, de hace un montón de años, en Zamora. Estaba en el Mercado de Abastos y había dos mujeres que, en la cola, se pusieron a vociferar y a insultar a todo hijo de vecino, incluidas las dueñas de la chacinería en la que hacíamos cola. Se preparó un follón mayúsculo. Cuando se iban, yo sólo solté una frase envenenada: “Hala, hala, a pastar”. Eso les dolió más que los tacos anteriores. Los extranjeros, en cuanto llegan a Madrid, aprenden primero nuestro amplio y variado cargamento de tacos. Lo aprenden deprisa. Saben que en España somos así. Se adaptan al medio.