Exterior, noche. Una calle de Lavapiés. En torno a las doce menos diez de un viernes. Un coche se detiene ante un garaje. El conductor toca el claxon, con insistencia. Alguien (el narrador mismo) se asoma al balcón, a ver qué ocurre. Es un chico que quiere entrar y aparcar en su plaza. Pero una furgoneta bloquea el paso. Allí se prohíbe aparcar. El conductor está solo, es joven y español. Toca otra vez, pero nadie aparece a retirar el vehículo. Frente al garaje hay un edificio. Se abren las dos ventanas del primer piso. Dos árabes jóvenes asoman el cuerpo. Uno de ellos grita: “¡Deja de tocar el claxon! ¡Queremos dormir!” El conductor replica: “Es que no puedo entrar al garaje. Tengo que avisar, para que retiren esa furgoneta”. Toca el claxon de nuevo. El de la ventana grita: “¡Oye, deja de tocar ya, gilipollas! ¡Tenemos que levantarnos a las cinco de la mañana y hay que dormir! ¡Deja de tocar ya, gilipollas!” El conductor replica: “¡Oye, con educación! No me insultes, que yo no te he insultado. Eso, para empezar”. El otro: “Pues llama a la policía, pero no armes ruido. ¡Llama a la policía!” El conductor: “Pues eso voy a hacer, llamar a la policía. Y le diré lo que me estás llamando”. El chico saca el teléfono móvil. Los árabes cierran las ventanas.
El conductor llama por el móvil. No parece obtener respuesta. Vuelve a llamar. Se le ve, allá abajo, colgado del teléfono. Los coches se van acumulando detrás. Algunos conductores aporrean el claxon. Otros salen y dicen: “¡Vamos, tira!” Cuando detrás del chico hay ya unos ocho coches, éste decide arrancar y, se supone, dar la vuelta a la manzana mientras se desahoga la calle de tráfico. Regresa. Se detiene junto a la furgoneta. El móvil, pegado a la oreja. Alguien imagina que estará tratando de llamar a la policía, a la grúa y a quien sea. Cuando un coche quiere pasar, repite la operación: arranca y da la vuelta. Transcurre algo más de media hora. En una de esas paradas, un coche situado unos metros más allá deja un hueco. El chico aparca allí. Es un hueco provisional, mientras sigue llamando. Ante el vehículo hay dos marroquíes, vendedores de hachís. Uno de ellos orina la parte trasera del coche de delante.
Una hora y pico después se detiene un coche de policía junto a la furgoneta. No hace ruido. Sólo el del motor. Pero lleva encendidas las luces de la sirena. En cuanto se para, y las luces iluminan la calle, del restaurante que hay cerca del garaje empiezan a salir unos seis o siete árabes. Uno de ellos se apresura a entrar en la furgoneta. El primer policía se baja y le dice que no se puede ir. Le pide la documentación del vehículo. Otro poli va a hablar con el chico, que sale de su coche y se reúne con todos delante de la furgoneta. Explica la situación. Llegó y no podía entrar al garaje. Los de la furgoneta se defienden: “Estábamos ahí, ahí dentro”. Un policía extiende una receta. Protestan: “Pero si estábamos ahí al lado”. El policía se encoge de hombros. Debería haber dicho: “Ahí no se puede aparcar”. Les da la receta, mientras el chico saca el coche y da la vuelta a la manzana. Un policía les dice: “Venga, chicos, pasarlo bien”. La policía desaparece. Uno de ellos retira la furgoneta. Esperan en la calle. Cuando el chico va a entrar en el garaje, se le aproxima el más fornido. Le dice: “Tú eres perfecto, ¿verdad? Te crees perfecto. Los demás somos mierda para ti. Tú lo haces todo bien, ¿verdad?” Le señala con un dedo: “¡Eres un chivato! ¡Un chivato!” Otro de los árabes, apoyado en una pared, grita a los cuatro vientos: “¡No es un chivato, es un racista! ¡Racista! Allá en mi tierra hay sitio para todos. ¡Racismo! ¡La tierra no es de nadie! ¡La tierra es de Dios!” El chico logra entrar en el garaje. Los de la ventana no se asoman a protestar.