Me ha llegado un correo electrónico del movimiento vecinal de mi barrio, o sea, Vecinos de Lavapiés. Se quejan porque la situación continúa siendo la misma. Antes del verano se habló largo y entendido (también aquí, en este rincón) del “Plan de Actuación Lavapiés”, mediante el que la policía y el Ayuntamiento preparaban un paquete de medidas para erradicar la delincuencia, la venta callejera de droga, las reyertas diarias, la suciedad de las calles, la indigencia, el deterioro gradual del espacio público. Se suponía que, en unos meses, las cosas iban a cambiar. Nada ha cambiado, sin embargo. Todo sigue igual. Tras el paréntesis del verano la gente ha vuelto a sus casas, a su barrio, y descubre que aquello eran promesas de humo. Es lo habitual: en los Ayuntamientos se promete mucho en temporada de elecciones, que es cuando el kilo de promesas sale barato y los responsables públicos se llenan la boca aceptando propuestas e iniciativas y jurando que van a resolver denuncias y problemas. Pasan las elecciones y, lo de siempre: si te he visto no me acuerdo.
Echando un vistazo al blog que los vecinos mantienen en la red, he leído una frase que antes, hace unos meses, se me había pasado por alto. Al parecer, el Jefe de la Policía Local, máximo responsable de ese “Plan de Actuación”, dijo que la presencia policial se había incrementado en la zona, pero que el plan “debe ir ajustándose en semanas sucesivas en función de las denuncias de los vecinos”. Denuncias de los vecinos. Es decir, que son las denuncias las que contribuirían a que dichas actuaciones fueran más contundentes. O, al menos, yo lo entiendo así. Sin embargo, a nadie le gusta andar denunciando. A nadie le gusta estar llamando cada noche a la policía porque acaba de presenciar una pelea brutal justo en el portal del edificio en el que vive. A nadie le gusta ser el chivato, por decirlo así. Cada ciudadano sabe de sobra que eso supone, al fin y al cabo, meterse en problemas. Lo que trato de decir es que no debería mandarse a la policía a patrullar el barrio en función del número de denuncias.
Que las cosas no han cambiado lo veo a diario desde que regresé tras el verano. Las broncas nocturnas de los camellos, que no suelen pegarse puñetazos, pero que, ya lo he comentado en más de una ocasión, gritan mucho, dan patadas a los coches y a las papeleras, vuelcan los contenedores, detienen el tráfico y cosas así. Una noche vi que un tipo había salido de su vehículo y estaba discutiendo con otro, o a punto de pegarse. Detrás de él se formó una cola de coches, los conductores no podían pasar y empezaron a aporrear el claxon. Eso, a las once de la noche, créanme que molesta un poco. En el escalón exterior de mi portal no es raro tropezarse con un hombre y una mujer, o con dos hombres, que se preparan una raya o un chino o lo que sea, y lo dejan todo perdido: el escalón y la acera lleno de papel de plata, de bolsas de basura, de colillas, de botellas vacías. Los alcohólicos de la plaza siguen durmiendo a la intemperie, entre colchones viejos, cartones y trapos. Pero la delincuencia y el menudeo de droga no son los únicos problemas. Porque está la suciedad. En las aceras y en el asfalto siempre se ven bostas (no siempre de perro, me temo), ríos de orín, muebles desportillados, botellas y envoltorios, adoquines rotos, papeleras volcadas. He visto cómo limpian las calles: simplemente, les dan un manguerazo. Y ya está. Pero la mierda, la roña, no sale sólo aplicando agua. Hay que frotar. Por eso me río cuando veo el lema de “Madrid limpio es capital”. Y están los policías: jóvenes y preparados, pero a los que supongo cansados de venir aquí a solucionar papeletas y a enfrentarse con la chusma.