Algunas mañanas, en mi recorrido habitual por la prensa, me da por entrar en la edición digital de un periódico que comparte con éste en el que colaboro el nombre y el idioma: La Opinión. Pero es La Opinión de Los Ángeles. Si la publicidad es cierta, ese es “el diario en español más leído de Estados Unidos”. Algunas mañanas entro y navego un poco por sus contenidos. Leo alguna columna de opinión y los titulares que atañen a las noticias de Los Ángeles y de California. En ciertos casos, devoro la noticia completa. O algún que otro reportaje.
Meterse en ese diario, que refleja las luces y las sombras de una de las ciudades más peligrosas de Estados Unidos, por el narcotráfico, las bandas callejeras o los asesinatos, es como meterse entre las tripas de lo más sórdido de una ciudad, como introducir la cabeza en la boca del lobo y oler su aliento y ver la sangre de su última presa. No es un ejercicio muy diferente al de la lectura de los libros de James Ellroy. Aún diría más: desde que leí “Mis rincones oscuros”, la obra donde Ellroy habla de su madre asesinada y nos detalla un montón de casos de asesinatos en Los Ángeles y alrededores, muchos de ellos sin resolver, desde que la leí, digo, entro más en la edición digital de dicho periódico. Basta con leerse cuatro o cinco titulares y parece que estamos inmersos en “Crash”, no la de David Cronenberg, sino la de Paul Haggis que ganó el Oscar. Una ciudad de encuentros y encontronazos, un día a día en el que brillan las armas de fuego, se escucha el cántico de las sirenas de policía y se oyen disparos a cualquier hora.
Está lleno de historias. E, insisto, cada una más sórdida que la anterior. Y me interesa. Seguro que algunas personas de mi tierra viven allí, porque los zamoranos han emigrado a todos los rincones del mundo, y eso no lo invento yo, está prácticamente demostrado. Leyendo el diario surgen nombres que hemos oído en el cine: Inland Empire, Pomona, Sacramento o Inglewood. La semana pasada leí que la policía de algunas zonas de Inland Empire había decretado el toque de queda para los menores. Entre las diez de la noche y las cinco de la madrugada los menores sólo pueden andar por las calles si van acompañados por un adulto. Esa medida fue un intento a la desesperada de evitar la delincuencia juvenil, uno de los grandes problemas de L.A. Los jóvenes se juntan en bandas y arrasan. En los centros públicos de enseñanza, contaba hace unos días en el periódico un policía, a menudo confiscan “pistolas y cuchillos” a los estudiantes. Los estudiantes en España molestan porque van a clase con el móvil y escriben mensajes delante del profesor. En colegios de Los Ángeles entran con armas. Todas esas escenas que describen en las películas americanas son ciertas. Un estudiante declaraba que conocía a un tipo que solía llevar un arma a clase sólo porque era “cool” (que podríamos traducir como “guay”). Algunos chavales son presionados, a la salida de las escuelas, para incorporarse a bandas callejeras. Los jornaleros que se apostan en las esquinas, aguardando a que alguien los contrate, como en las novelas de Charles Bukowski, son víctimas de abusos sexuales, de acosos y proposiciones deshonestas. No se libran ni los tipos que tratan de buscarse un empleo temporal y mal pagado para subsistir. Por ejemplo: un tipo latino fue contratado para pintar las habitaciones de un piso. Cuando llegó a la casa, vio cuchillos encima de una mesa; uno de los hombres que le había encargado el trabajo le amenazó con una jeringa y ordenó que se desnudara. El jornalero logró escapar de milagro.