El fin de semana pasado estuve en Zamora y alguien me preguntó con qué frecuencia solía regresar a la ciudad. Le respondí que una vez al mes. Y que, en realidad, me gustaría ir más a menudo. Por ejemplo, un fin de semana sí y otro no, como hacía en los tiempos en los que estudiaba en Salamanca. Me preguntó por qué, entonces, no iba más a mi tierra. Le dije la verdad, lo que ya he contado aquí más de una vez. Que el viaje desde Madrid es una paliza y el regreso es idéntico, o aún peor. Que en muy raras ocasiones tienes la suerte de tu lado y haces un viaje de dos horas y media. Lo mínimo suelen ser tres horas. De ahí para adelante. Te tropiezas con atascos para salir de Madrid y atascos para entrar en Madrid. Y eso no es lo peor. Lo peor es observar cómo conduce el personal. Jugándose el pellejo, caminando por el filo de la navaja a ciento treinta kilómetros por hora. Creyendo que son inmortales, que no les pasará nada. Adelantamientos suicidas, incumplimiento de las normas, coches que se pegan al culo del vehículo que tienen delante. Saliendo de Madrid, el pasado fin de semana, vimos un coche volcado. Con la policía alrededor. Estaba de lado, en la tierra de nadie que divide la autovía. Abollado, con los cristales rotos. Cuando pasamos ya se habían llevado, parece, al conductor y a los posibles ocupantes. Lo que ocurre es que, cuando le cuentas a alguien (que nunca hace el trayecto Madrid-Zamora) que ese viaje es una lata y que pierdes la tarde, ese alguien no suele creérselo. Siempre piensan que uno exagera. El último viernes logramos salir en torno a las cuatro de la tarde, creyendo que esa era la hora adecuada, el tiempo en que aún no habría tráfico. Pero había la misma caravana de coches que te encuentras a las seis o a las siete de la tarde.
Volvamos al principio. Insistiré en que me gusta ir a Zamora en fin de semana porque, saliendo de noche, me lo paso mejor en mi ciudad que en Madrid. Lo habré escrito veinte veces. Es una ventaja, créanme, moverte entre un montón de bares que distan apenas sólo unos minutos unos de otros (a veces ni eso: en Los Herreros tardas dos segundos en salir de un bar y entrar en el siguiente), sin recurrir a las caminatas, la búsqueda de un taxi o una parada de metro. Pero es que, además, el tamaño de la ciudad propicia los reencuentros nocturnos. Sales un rato y te acabas encontrando con quince amigos y con quince conocidos. Saludas, te paras, comentas la jugada. Charlas de esto y de aquello. Y así la noche va pasando. Lo que gusta de salir por las noches a unas cuantas personas (entre las que me cuento) es esa posibilidad: pegar la hebra, tener conversaciones con gente que igual no pensabas encontrarte, ver en unos minutos cómo nos va la vida a todos. Ya sé que en Madrid no es imposible esa situación. Pero para mí no es tan fácil. Para empezar, porque en la capital no tengo una vida social más allá de la que tengo con mis amigos zamoranos y sus parejas. Es decir: salvo ellos, no suelo toparme con nadie que conozca. Salvo una o dos amistades que, alguna vez, he visto en Malasaña.
Si el viaje fuera más corto, si no hubiese tantos atascos y tantos peligros añadidos, iría por Zamora casi todos los sábados. Aunque todos los sábados fueran iguales; y, aunque vaya una vez al mes, por cierto, siguen siéndolo. ¿Qué hice el último fin de semana allí? Más o menos lo de siempre. Cenar de tapas: patatas mixtas en el Tagore, montados de ternera con cabrales en el Kalima. Visitar algunos de mis garitos clásicos: Avalon, Park Life, etcétera. Lo de siempre, ya digo. Pero es que ese es el ritmo habitual de la ciudad. Parece que el tiempo no pasa.