Antes de proseguir con el relato del viaje por tierras de Cantabria (y algo de Asturias, pues una tarde nos acercamos a conocer Llanes), me gustaría contar una anécdota relacionada con el mismo. Sucedió en San Vicente de la Barquera, que, al parecer y según me enteré al poner el pie en sus calles, es el pueblo natal de ese cantante de medio pelo llamado David Bustamante, el famoso llorón de Operación Triunfo sobre el que incluso Francisco Umbral escribió un artículo, supongo que auspiciado por un mal día o por un arrebato de solidaridad con la adolescencia. Pero San Vicente, a pesar de las alusiones al régimen del dictador y de sus lechuguinos, que pudimos hallar en los nombres de algunas calles y en algunas placas, y a pesar del pelmazo de Bustamante, es una localidad muy atractiva, pesquera e ideal para viajeros y turistas. Un sitio que me subyugó nada más ver sus playas, con los barcos dispersos aquí y allá, encallados en la arena hasta que sube la marea, con rías e islotes y rompeolas.
Pero vayamos con la anécdota. La segunda vez que fuimos a San Vicente no había manera de encontrar aparcamiento para los coches, ni junto al paseo marítimo ni junto a la estación de autobuses. Al final, nos metimos a callejear por la zona posterior al paseo marítimo, llena de bloques de pisos con ropa tendida en las ventanas. Entonces vimos que una familia metía las cosas en el maletero de su coche, dispuesta a irse y dejar un hueco. El padre y la madre se tomaron su tiempo. Guardaron los aperos de la playa, doblaron la silla del niño, etcétera. Cuando por fin se fueron, intentamos aparcar. Y digo “intentamos” porque, entonces, surgió de la nada un chiquillo. Lo describiré. Probablemente no tendría ni diez años. Estaba algo sucio (la cara, las manos), pero no mal vestido. Quiere esto decir que pertenecería a una familia pobre, o de barrio, pero no a una familia vagabunda, que viviese en la calle. Tenía un rostro raro: entre agitanado y jincho, y no supimos si estaba drogado por haber esnifado pegamento o si le faltaba un verano. El pelo corto, y un mechero en una de sus manos. Se plantó de pie en el hueco que había dejado el otro coche y, cuando le pedimos que se apartara, se negó en redondo, diciendo que esa plaza estaba reservada. Luego nos retó a atropellarle. Cuando alguien le preguntó por qué no se quitaba, respondió que iba a guardar aquel sitio para un amigo suyo. Lo curioso es que, a dos metros de nosotros, en el bajo de uno de esos pisos, había una vieja asomada a la ventana que, presenciando la escena, sonreía. Un señor pasaba por la acera y también se fijó en la escena, y luego ambos se miraron y sonrieron con complicidad. Me dio la impresión de que todos ellos eran vecinos, y de que el mocoso, aquel hijo de mil padres, solía armarlas así, y ellos se estaban divirtiendo con la situación. Uno de mis amigos dijo que le dejáramos bajar del coche, que ya se encargaría él de quitar al niño de en medio.
Pero preferimos dejarlo estar e irnos a buscar plaza en otro sitio. Porque aquello podía ser una encerrona. Quizá si hubiéramos logrado aparcar, el niño nos hubiese rajado las ruedas (recuerdo un aparcamiento de Ibiza en el que había que darle un euro al yonqui de turno para que no te rajara los neumáticos después de irte). ¿Qué se hace en esa situación? Si sales a apartarlo, tal vez aparezca su hermano mayor, algún jincho con espaldas de titán y navaja en mano. Si le das una bofetada, los viejos que observaban te acusarán de abusón. O te denunciarán. No puedes discutir porque es un crío y no razona, e igual estaba drogado. No puedes hacer nada. Sólo continuar tu camino. Morderte la lengua, apretar los labios y salir de allí. Para que no te devoren.