Estaba pasando unos días en Cantabria, viaje del que hablaré en los próximos artículos, cuando un amigo de Zamora me dijo por teléfono que acababan de difundir en el telediario la noticia de un encierro trágico en Fermoselle. Un muerto y varios heridos. Por el momento, no sabía más. De regreso a mi tierra conocí los pormenores gracias a este periódico, en un domingo por la noche en el que el sueño y el agotamiento me vencían. Las palabras al teléfono me alertaron: vengo de una tradición fermosellana y por allí tengo amigos, conocidos, familiares que van a pasar las fiestas de estos últimos días de agosto. Durante muchos años, también yo solía sumarme con mi familia a esos festejos, al menos en las jornadas en las que se celebraban los encierros. Las recuerdo como una mezcla de emociones contrarias (el miedo que causa en mí la visión de los toros, el júbilo de las celebraciones, la confusión del gentío en la plaza, el vértigo de los reencuentros) y de jugosa gastronomía (los altramuces, frescos y gordos como ciruelas; la carne a la brasa, hecha y comida en La Cicutina; la ensalada con mucha cebolla, que preparaba el ya fallecido Catarro; las moras calientes que recogía en la ribera; el aceite de oliva del pueblo, que nos llenaba el paladar de vida).
Como a estas alturas sabrá todo el mundo, un toro rompió una de las puertas que dan acceso a los bajos de la plaza, protegidos de los morlacos por las talanqueras. Dentro, causó una masacre. Dentro, no sólo se refugian los corredores, los jóvenes y los experimentados, sino también los ancianos, las mujeres, los niños, las madres con bebés. Uno de los jóvenes quiso salir de aquella encerrona y, una vez fuera, en la plaza, lo embistió otro de los toros. Vemos, en las fotografías que se mostraron el domingo, su rostro asustado antes de la cogida. Antes de la muerte. Son unas fotos estupendas, pero no sé si son éticas. Porque un rato después él estará muerto. Tras años de presenciar los encierros en la plaza portátil de madera, sé cómo es el paño. Sé que esas talanqueras siempre me asustaron. Me asustaba su fragilidad, su similitud con una jaula de barrotes de madera, la confusión y el pánico que se crean tras ellas en cuanto uno de los toros asoma sus cuernos por los espacios que hay entre las mismas. No me gustan las jaulas, ni nada que se le parezcan. Muchos de mis familiares sí han visto esos encierros allí dentro, tras las talanqueras. Yo jamás fui capaz, nunca reuní el valor necesario. El origen de esa prevención está en algo que vi de niño, mientras estaba subido en los bancos de la plaza. Creo que fue entonces cuando me juré a mí mismo que nunca vería los toros allá abajo. Esto no es una crítica a la plaza portátil, ni a las talanqueras. Es una visión subjetiva de mi pánico a los encierros. Aunque las talanqueras fuesen de hierro y estuvieran electrificadas, tampoco me refugiaría tras ellas. Y esto es porque, cuando los morlacos salen a correr, yo necesito estar en las alturas, lejos de ellos.
En aquel año, cuya fecha exacta no recuerdo con exactitud (calculo que sería a principios de los ochenta), mi abuelo veía el evento tras las talanqueras. Justo donde estaba él, un toro rompió una de esas barreras. Partió un tablón de una cornada. Asomó la cornamenta por el agujero. El tablón, al caer dentro de los bajos, le dio en la pierna a mi abuelo, y le dejó algunas heridas leves. Cundió el pánico y todos creímos que el toro iba a colarse dentro. La gente trataba de subirse a pulso a las tablas horizontales del piso superior. Mi abuelo, a pesar de su edad y de su sobrepeso, mediante un salto hacia arriba hizo lo mismo. Mientras tanto, allá arriba, el terror me comió las entrañas. Los toros no entraron aquella vez. Pero sí lo lograron este sábado.