Seguimos con esos lugares en los que me he bañado, tomado el sol y quemado la piel. Estuve en un rincón nudista (nosotros no nos quitamos los bañadores, claro), en Cala Salada, a unos metros de una de las casas de los Duques de Alba. Los bañistas iban en bolas. Las mujeres se habían arreglado el pubis. Algunos tipos se echaban barro en el cuerpo. Un tipo estaba con su novia, los dos desnudos sobre una roca, y el hombre se empalmó. Eso me dijeron, pero no quise mirar. Un señor de alrededor de setenta años también estaba en cueros vivos y se tiró al agua con la vitalidad de un chaval. Algunos jóvenes se arrojaban de cabeza al mar desde las rocas. No cubría mucho, así que mientras se lanzaban una y otra vez pensé que, seguramente, no habían visto “Mar adentro”. Tres o cuatro lesbianas desnudas y perfectas jugueteaban en el agua, algunas personas fumaban porros en la orilla y yo me pasé todo el tiempo nadando entre las rocas, a la búsqueda de lapas y cangrejos. Me he bañado siempre en chanclas: por allí hay un montón de erizos y no quiero repetir una experiencia desagradable de la infancia, cuando en una playa de Benidorm pisé un erizo y ni siquiera el médico de urgencias pudo extraerme los pinchos de los dedos de los pies, que sólo salieron después de varias semanas de tiempo, paciencia y abluciones con yodo. Esa cala me pareció otro pequeño paraíso: un rincón bellísimo, aguas muy claras, barcos al fondo, casas blancas de millonarios construidas entre la vegetación y sólo el sonido de las olas rompiéndole la cara a las rocas. Por fortuna, no todo el mundo hacía nudismo, y así nosotros no pasamos el apuro de ser los únicos que llevaban puesto el bañador.
A Cala Conta ya la nombré en otro artículo. Pero cuando escribí aquello no me había bañado aún. Sólo habíamos visto, de lejos, la exótica casa de Elle MacPherson. Volvimos un par de veces, a bañarnos. Nos aproximamos a la mansión todo lo que estaba permitido: entre la casa, donde un jardinero regaba las plantas, y nosotros, sólo había una pequeña cala donde la modelo tiene una plataforma de madera con tumbonas y sombrillas para tomar el sol. Es allí donde la han pillado alguna que otra vez en top less. Ese rincón es fabuloso, parecido a las historias de piratas que nos gusta leer: islotes, barcos, unas puestas de sol magníficas, acantilados y unas aguas de color turquesa. Una tarde, mientras nos bañábamos allí, en una de las pequeñas playas de Cala Conta, observamos las maniobras de un fotógrafo profesional (o su cámara me dio esa impresión). El tipo se acercaba a las chicas que se tostaban los senos, hablaba con ellas y, si accedían, les tomaba fotografías en poses sensuales. Muchas de ellas negaron con la cabeza, pero el tío fue afortunado: un grupo de siete u ocho chicas accedió a quitarse el biquini y las cosió a fotos, juntas y por separado, metidas en el agua o tumbadas en la orilla. Vaya usted a saber para qué eran las fotos: tal vez para alguna revista de hombres, de esas que hacen el Especial Chicas de Ibiza, o quizá para traficar con ellas en internet. Tras la sesión hablaron un rato, no sé si para pagarles. Igual era un cazatalentos. Pero dudo mucho que las muchachas de ese grupo hubieran alcanzado la mayoría de edad. Sospecho que rondaban los dieciséis años.
En la bahía de la Cala del Moro se encuentra el célebre Café del Mar. No había sitio para ver la puesta de sol, así que nos desplazamos al Rey de Copas, un garito que queda al lado. Bebimos mojitos mientras el sol se ocultaba. El dj nos gustó: mezclaba temas clásicos de cine con chill-out. Se llamaba Ramón Castells y nos regaló dos discos con sus mezclas. Las puestas de sol, allí, son inolvidables.