Ya en Madrid, mientras escribo estas palabras añoro el agua y las rocas de Ibiza. El agua y las rocas, sí, pero no la arena, que me pone demasiado nervioso. La arena se mete por todas partes y siempre sale uno de la playa, de cualquier playa, con granos de arena en el bañador y entre los dedos de los pies. En cuanto pisé una de esas calas me dijeron que en la isla hay mucho culto al cuerpo. Y lo comprobé en persona. Casi todos los hombres van morenos, están musculados, lucen tatuajes en los bíceps y en la espalda y piercings en las orejas, se depilan el torso y los brazos y, algunos, incluso las piernas. No se ve mucho pelo entre esos individuos que luego acuden a la discoteca en bañador y chanclas, con las gafas de sol puestas y una camiseta de tirantes. No es raro verlos en Amnesia o en Space sólo en bermudas, desnudos de cintura para arriba. Allí no hay complejos y nadie mira mal al resto. Lo normal es el nudismo. Casi todas las mujeres están más morenas aún, se han trabajado los cuerpos en los gimnasios y no tienen grasa, también enseñan sus tatuajes y sus piercings y toman el sol en top less. Parece que el top less es más frecuente entre las españolas que entre las extranjeras. Alguien que vive allí me dijo que éstas últimas son más recatadas. Por doquier hay un festival de senos y bíceps. Mi ausencia de músculos, mis cuatro pelos en el pecho y mi palidez de los primeros días en la isla me daban un poco de vergüenza.
Me he bañado en varios sitios, y no sé si recordaré los nombres de todos ellos. Recuerdo la playa de Las Salinas, donde tipos de la tercera edad o rondándola iban en tanga, donde vi a una paparazzi con la cámara en ristre fijándose en los barcos y yates que había atracados cerca de la orilla, donde un chico recogía a las pijas en una moto de agua para irlas llevando de una en una a un barco (ellas con el bolso colgando del hombro y un sombrero vaquero). Se lleva mucho el sombrero vaquero hecho de paja, que es muy hortera, pero que a las mujeres les sienta bien. Ese día intentamos comer en el chiringuito de la playa y no pudimos, no quisimos: los precios de los bocadillos y de los sándwiches eran propios de ricachones. Recuerdo un mercadillo hippy en Es Canar, cerca de Santa Eulalia, con vendedores muy auténticos, ropa ibicenca y abalorios. Recuerdo, porque allí nos bañamos varios días, la Cala del Moro, que distaba cinco minutos a pie del apartamento en el que nos alojamos. Insisto en que prefiero las calas y la incomodidad de las rocas antes que la playa. En las calas, además, siempre hay poca gente y no te comes el codo del vecino de toalla.
En la madrugada del sábado al domingo, tras llegar a casa bastante ebrios después de coger un taxi a las puertas de Amnesia, me tumbé en la colchoneta hinchable en la que dormía y, como no lograba conciliar el sueño, me levanté, me puse el bañador y las chanclas, coloqué la toalla sobre el hombro y me fui a esa cala, la del Moro. Los borrachos extranjeros aún daban tumbos de regreso a sus hoteles y yo me eché, solo y adormilado, en las rocas. Estaba amaneciendo y era lo que necesitaba ver: los primeros rayos de luz. Mientras clareaba quise dormir un poco, pero la proximidad de tres gaviotas observándome, a sólo unos metros, como si estuviéramos en “Los pájaros”, me persuadió de conciliar el sueño. Cuando se fueron, cerré los ojos y dormí unas cuantas horas, mientras el sol empezaba a calentar las aguas. El rumor de las olas era un acicate para el sueño. Al despertar, el sol ya pegaba fuerte. Así que, de vez en cuando, me metía en el agua a refrescarme. El problema es que había olvidado coger el bronceador, y se me quemaron la espalda, los antebrazos y las piernas.