En días grises, tal vez el mejor antídoto contra ese cielo de ceniza sea leer un poco de poesía. Aprovecho la estancia en mi tierra para comprar, de una tacada, tres poemarios de otros tantos autores zamoranos: “Los paréntesis imantados” (Jesús Losada), “La mar inmóvil” (Ángel Fernández Benéitez), “La conspiración del dolor” (Máximo Hernández). Tres poetas cuya manera de componer versos quizá no tenga nada que ver entre sí, pero que yo reúno en este texto porque compré sus últimos libros al mismo tiempo y porque quise leerlos en el mismo día. He dicho que la escritura de cada uno no guarda relación con la de los otros. ¿Es eso cierto? No del todo. Para empezar, los tres parten, al menos en estos últimos poemarios, de Claudio Rodríguez. Si alguien no lo advierte, ellos lo dejan claro: Jesús en una de las dedicatorias, Ángel y Máximo en las citas escogidas. La huella de Claudio sigue viva en sus discípulos. Pero prosigamos: a los tres, amén de otras cuestiones, les preocupa la luz. En los tres poemarios se habla de la luz, de las sombras que crea, de los amaneceres y los crepúsculos. La luz que nos alivia y condena al mismo tiempo. Los tres se asemejan en que su poesía no resulta lectura fácil: hay que releer, indagar, intuir las metáforas y sus significados, meditar cada poema. O también resta la otra opción, muy adecuada para leer poesía: dejar que te empape, que fluya dentro y fuera de uno aunque no entendamos sus mensajes, sentir su belleza y la armonía que ellos tejen con las palabras.
En “Los paréntesis imantados” se nos habla no sólo de la luz, sino también, y sobre todo, del amor y la pasión. Amor entre cuatro paredes, con cáscaras de fruta en la mesilla y el sol del alba filtrándose por las rendijas de la persiana para iluminar los cuerpos de los amantes. Amor que va pisando el tiempo, que va consolidándose en un escenario de colchones, amaneceres y noches que succionan la sangre como si fueran terribles arañas. En esos paréntesis viven y mueren los amantes, encerrados en paredes que se atraen y los encierran. En “La mar inmóvil”, no haría falta decirlo, se habla del mar o la mar, pero como escenario para el amor, para dos amantes que se separan y vuelven a juntarse, en páginas donde habita el lenguaje preciso de la navegación, la nostalgia por los horizontes lejanos cuando los amantes están juntos y por la amada cuando el marino está mar adentro, junto a sus hombres y junto a la espuma de las olas. En los ojos de la amada tejerá canciones que remitan a esa mar callada y serena. En “La conspiración del dolor” se hace un recuento de algunos personajes célebres y no tan célebres que sufrieron locura, amputaciones, enfermedades y ejecuciones a punta de pistola; las páginas dedicadas a la madre que se consume en la habitación de un hospital resultan duras, estremecedoras. El dolor conspira y nos despierta, se conjura en cada uno de nosotros, nos consume y agota, se aprovecha de nuestra debilidad.
Jesús Losada culmina su poemario con la extinción, que marchita la belleza y deja un poso frío de soledades en el cuarto: “Ahora la belleza / se aloja / en el triste imperio de la muerte / donde azota el viento / y se quiebra el espejo”. Ángel Fernández, con la vuelta a tierra del hombre, que permanece al lado de ella, para soñar juntos con los horizontes: “En tus ojos que nunca me abandonan / y son pozos de olvido, / voy a dejar que lluevan los monzones / y germinen bancales de ternura”. Máximo Hernández, con la aceptación: “Dolor, fruta del tiempo, / aranera herramienta / para unir a los hombres: / en tu amarga victoria, / en tu abrazo vacío, / todos nos hermanamos; / en tu tramposa historia / se engendra la palabra, / se reconoce el hombre”.