En nuestra visita de unos pocos días a Cantabria nos alojamos en la posada rural La Colodra, en Los Tojos, que se ubica en la Reserva Nacional del Saja, en el valle de Cabuérniga, a unos sesenta kilómetros de Santander. Si uno entra en la página web de este alojamiento, leerá la siguiente frase: “Disfruta del silencio”. La he leído sólo ahora, a mi regreso; pero ese eslogan encierra el alma de Los Tojos y de La Colodra. Disfruté del silencio. Silencio, sobre todo, durante la noche. He dormido con un sueño profundo y sin interrupciones ni sobresaltos, como sólo lo había logrado, en los últimos tiempos, en Molsheim (Estrasburgo) y Cubelo (Galende, en Sanabria). Ni un ruido a nuestro alrededor. En la web también podemos encontrar una breve descripción de la posada: “Es una tradicional casona montañesa del siglo XVI recientemente rehabilitada, destacando en ella una cuidada decoración repleta de pequeños detalles”. Las habitaciones son espaciosas, dotadas de camas confortables y de servicios con ducha y bañera. Hay televisión, vigas de madera en el techo y un balcón desde el que puede uno contemplar una vista sublime de las montañas, medio emboscadas por las nubes y por las nieblas. De vez en cuando, por la mañana, se escucha el cencerro de algunas vacas, pero nunca logré verlas. Abajo, en recepción, junto a los sofás, hay una chimenea encendida que protege del frío montañés a los viajeros que llegan de noche. Y un gato llamado Félix, al que propiné unas caricias. Un felino casi calcado al mío, el que vive en Zamora. Un gato, sin embargo, esquivo para las cámaras de fotos. Con el precio de las habitaciones se incluye el desayuno. Un desayuno copioso a base de café, leche, zumo, sobaos pasiegos, magdalenas, tostadas de pan de pueblo, cruasanes, mermelada y mantequilla. Incluso yo, acostumbrado a la frugalidad de mis desayunos (un café, varias tazas de té y cuatro galletas), participé en los mismos y me puse morado.
No vimos mucho del pueblo. Sólo la calle por la que circulaban los coches hasta llegar a la posada, amén de las vistas desde el balcón y poco más. No hubo tiempo, dado que, nada más levantarnos, entrar en la ducha, asearnos y desayunar, nos íbamos a recorrer Cantabria y no regresábamos hasta las diez o las once de la noche, dependiendo de los días y de los planes. Por esa razón volvíamos exhaustos y con dolor de pies. Pero lo poco que vimos mereció la pena. Paisajes verdes, comidos por la niebla. Gatos rondando entre la bruma. Piedra y madera. Casas viejas, de esas que soportan el paso de los siglos sin desmigajarse. Aire frío y saludable. El pueblo se encuentra unos kilómetros después de pasar por Correpoco. Está a unos seiscientos cuarenta metros de altitud sobre el nivel del mar. Se le hace a uno un nudo en la garganta durante la ascensión en coche por los dos últimos kilómetros, jalonados por curvas muy cerradas, oscuridad y un tiempo que a menudo incluye tormenta, lluvia y bancos de niebla. Pero el paisaje, en el descenso matutino por la carretera, serena el espíritu.
Una noche cenamos en el pueblo. En un restaurante de hábitos caseros en el que devoré un filete con patatas y probamos una sabrosa tarta de queso. Un par de noches tomamos alguna copa en uno de los bares de Los Tojos. Las paredes estaban decoradas de cráneos de ciervos y de culebras y de otros motivos relacionados con la caza y la montaña. Lo mejor fueron los regresos, desde el bar a la posada: no había nadie en las calles, la niebla lo envolvía todo, la humedad se acumulaba en el suelo, se respiraba una paz muy adecuada para sentir los primeros trastornos del sueño, no oíamos ni un ruido. Era un escenario ideal para rodar una escena de terror.