Al igual que el año pasado, estuvimos deambulando por el mercado medieval de Puebla de Sanabria. Al igual que el año pasado, me encontré a los mismos amigos merodeando entre los tenderetes. Del verano anterior me había prendado yo de las tartas de queso y de chocolate que comimos en un puesto. Se supone que todo cuanto hacen y venden en estos mercados es artesanal, pero en algunos casos me queda la duda. Vimos tartas de chocolate en el tenderete de dos mujeres. Compramos una porción, pero al comerla y compartirla entre varios nos dimos cuenta: no era la misma tarta del año pasado, no era tan esponjosa y la miga estaba ya un poco pasada. Sabía bien, pero no era para tirar cohetes. Recorrimos las calles en busca de más tartas. Pedimos otra porción de chocolate en el puesto de una chica que dijo que ella no elaboraba tartas de queso en verano. Estaba deliciosa, pero tampoco era esa. Finalmente la encontramos: estaba en la caseta de unos chicos. Tartas de queso, tartas de coco, tartas de chocolate con almendra. Compramos caramelos de factura artesanal en otra barraca. Los probé al día siguiente. Cogí uno con envoltorio rojo, supuestamente de fresa o de frutas del bosque o vaya usted a saber de qué, y su sabor me pareció repugnante. Sabía a medicamento: como una mezcla de Frenadol y Oraldine. Se supone que un caramelo debe agradar a la lengua, suavizarte la garganta, mecer el paladar como si te dieran un beso de azúcar. Intenté aguantarlo en la boca, pero al rato empezó a picar. No como si tuviese tabasco o chile, sino como si lo hubieran elaborado con pólvora. Un asco. Tuve que tirarlo. No volví a probar otro. A mí me parece que, o bien se trataba de un timo, o era un nuevo concepto de caramelo, en el que uno lo pasa mal en vez de disfrutar.
Vimos el asombroso espectáculo de dos equilibristas: un hombre y una mujer. Cada vez que el primero colocaba sobre una pequeña mesa unas cuantas piezas (conos y tablas, principalmente), en un equilibrio imposible, y se encaramaba arriba, y luego hacía malabares, yo pensaba: “Este tipo se va a abrir la cabeza contra el suelo”. Pero no: siempre resolvió el lance. Luego hizo equilibrio con la chica subida en sus lomos. Esas proezas me dejan con la boca abierta. Y es que los acróbatas tienen algo de superhéroes de cómic, del mismo modo que los superhéroes de cómic han aprendido a hacer equilibrios para moverse entre los tejados y entre las cornisas, o eso han querido sus dibujantes y guionistas. Siempre me han parecido más virtuosos Batman y Spiderman, porque a Superman se lo dan todo hecho: vuela y surca los cielos, así que no necesita saberse las reglas básicas del funámbulo. Sobre todo es Batman quien se juega el pellejo en las alturas. Si yo fuera creador de cómic inventaría, sin dudarlo, un superhéroe sanabrés que se dedicara a defender los bosques de las agresiones del hombre y de sus incendios provocados, un tipo con poderes que durmiera en el fondo de Ribadelago, junto al tañido de las campanas de la iglesia sumergida, que protegiese a la fauna y a la flora y que leyera “San Manuel Bueno, mártir” en sus ratos libres. Probablemente les parecerá una chorrada, pero el origen de los superhéroes suele encontrarse en la reparación de una injusticia, y a mí me parece una injusticia y un agravio que la gente queme estos bosques y que arroje detritus al agua y aniquile los parajes.
Me gustan estos mercados. Vimos una tienda en cuyos toldos cobijaban búhos, lechuzas, águilas y otras aves de mirar afilado y plumaje maravilloso. Vimos vasos de cuerno de toro y hierbas que, en teoría, alivian ciertas dolencias. Nos llevamos una bandeja con varias porciones de tarta. Muy caras, pero valían la pena.