Los dos últimos días que pasé en Sanabria el clima mejoró considerablemente. Volví a bañarme un par de veces, se me rompió una chancla en el agua y salí con varias rozaduras y arañazos en las piernas. Por las noches podíamos mirar al cielo despejado y ver las estrellas. Hicimos una barbacoa con chorizo, panceta y costillas compradas en una carnicería de El Puente, además de ese sabroso pan que venden por allí. Todo ello regado con vino tinto de Toro, por supuesto.
Una tarde, uno de nuestros amigos propuso una pequeña excursión. Así que dejamos los coches cerca de la entrada del Camping El Folgoso (donde antaño acampamos tantos veranos) y nos fuimos andando hasta Vigo de Sanabria. Atravesamos el bosque a pie. Desde la ladera podía verse el Lago. De vez en cuando nos deteníamos, nos dábamos la vuelta y observábamos las aguas, allá a lo lejos. A mitad de camino encontré una araña que estaba merendándose a un saltamontes bien forrado de seda. Una de las arañas más grandes que he visto nunca en persona. No me gustan esos bichos, pero reconozco su belleza: ésta tenía el lomo a rayas amarillas y negras, como una avispa gigante. Le hicimos algunas fotografías. Después, en el descenso, volvería a encontrar otra igual: también con una presa atrapada en su tela de seda. No conocía Vigo de Sanabria, un pequeño pueblo en el que a menudo se confunden los límites entre las casas rurales y el bosque. Y lamento no haberlo conocido antes.
Vigo posee un encanto digno de uno de esos cuentos de hadas que leíamos en la infancia. Es un lugar que gustaría a Julio Llamazares, si es que no lo conoce ya. Lo primero que vimos al entrar en una de las calles principales fue a una de esas ancianas ataviadas de negro hasta las cejas que, bajo el pórtico de una casa antigua, a la sombra, cosía una especie de telar recio. Junto a las casas, cerca de los huertos y por las calles, se ven muchos gatos. Delante de una casa, cobijados bajo la sombra de las ramas de un árbol y medio ocultos por las piedras y las plantas, sorprendí a una familia de cachorros: cinco o seis gatitos que, en fila, asomaban las cabezas mirándonos. Parecía una estampa de dibujos animados. Nos detuvimos frente a la fachada de otra casa porque dos de mis amigos quisieron fotografiar las plantas que la mujer tenía en la entrada. Plantas y flores de una belleza enigmática, como si fueran irreales, de diseño. Quiero decir que eran tan perfectas que parecían irreales. Yo me fijé en los gatos. Una gata rondaba por la puerta de la cocina y por las inmediaciones de la vivienda, olfateando. La mujer de la casa nos explicó que estaba buscando a su cachorro, y que no lo encontraba porque esa misma mañana ella y su marido se lo habían quitado. Temí que lo hubiesen matado, pero entonces dijo que el cachorro se lo regalaron a una señora. En la ventana del primer piso había otro gato, grande y con collar, que miraba el exterior con nostalgia y envidia. Lo entendimos cuando la mujer nos contó que estaba castigado por portarse mal; el resto del año vivía en una casa de Barcelona. Gente, en fin, muy agradable y con la que conversar unos minutos. Subimos hasta el campanario de la iglesia, mientras en el interior del templo celebraban una misa. Allí, sentado junto a las campanas, se obtienen unas vistas magníficas. Hay abundancia de casas rurales, de huertos de un verde selvático, de árboles de los que penden unas atractivas manzanas y peras y ciruelas, de huellas de un modo de vida que se basa en la ganadería y en la agricultura. Cerca está el Río Forcadura. Paseando por sus calles se respiraba mucha paz.