Se fue Francisco Umbral y la prensa siempre quedará huérfana de su columna diaria. Cuando uno cogía el periódico que cobijó sus palabras en los últimos años lo hacía, primero, para leer su artículo de la sección “Los placeres y los días”. Que un columnista esté siempre ahí, a mano, fresco y actual, como él lo estuvo tantos años, nos reconforta a los lectores, nos da seguridad, nos ofrece consuelo. Incluso cuando erraba, sus textos seguían siendo potentes. Hace unos meses El Mundo abrió su hemeroteca y pudimos rescatar los viejos artículos de Umbral. De vez en cuando, algunas mañanas, rebuscaba al azar entre ese archivo y leía varias columnas suyas.
A veces me da por creer en las premoniciones. Umbral murió el lunes por la noche, es decir, en la madrugada del lunes al martes. En la mañana del lunes estuve escribiendo mi artículo para ayer, jueves, y mencioné a Francisco Umbral. Aludí a una de sus columnas de hace años. Fue una pura casualidad. Pero nombrarlo unas horas antes de su muerte me hizo sentir, a la mañana siguiente, un breve escalofrío. Sin embargo, aún hay más. A finales de julio, antes de comenzar la ronda de viajes de agosto, fui por las librerías madrileñas haciendo mis últimas compras de verano. No miento, a la persona que me acompañó le dije: “Voy a echarle un vistazo al último libro que publicó Umbral porque todavía no lo he comprado, y sospecho que será el último que escriba”. Me refería a “Amado siglo XX”. Busqué más libros suyos, pero no encontré demasiados. Son más fáciles de hallar en las librerías de viejo, donde te cobran un pastón por cada ejemplar antiguo. Al final no compré “Amado siglo XX”. Me dije: “Aún aguantará en las librerías, antes de que las modas y las novedades lo arrastren a los bajos fondos de la literatura, o sea, a la máquina de hacer trizas o a los cajones de saldos”. No me dije exactamente eso, quizá fue un pensamiento más simple, pero en el papel queda mejor así. Cuando hacía la maleta estuve a punto de meter dentro “Trilogía de Madrid”. No quería que la desaparición de Umbral, que sospechaba cercana, me pillara sin haberlo leído. Luego pensé: “Seguro que su salud aún resiste una batalla”. Y lo coloqué en la mesilla, relegado a las lecturas de septiembre.
Durante años, su literatura nos ha acompañado (y cautivado) a muchos lectores. Todo columnista se ha empapado alguna vez, lo reconozca o no, de los textos de prensa de Umbral. Yo guardo por ahí una joya que se titula “Mis placeres y mis días”, que agrupa muchos artículos suyos, y, en algunas ocasiones, lo abro al azar y me leo una columna, como quien detiene su trabajo, a media mañana, y se come un bizcocho untado en un tazón de chocolate para reponer fuerzas. Como todo hombre que escribió demasiado, en su bibliografía hay cosas buenas y cosas malas. Tiene libros flojos, pero sobre todo tiene libros cuajados de frases gloriosas, muchas de las cuales he ido recogiendo y anotando en mis libretas y en mis cuadernos de apuntes. Las anotaciones más abundantes provienen de “Mortal y rosa”, que quizá es su mejor obra junto a esa novela de poemas en prosa que dedicó a su madre, “El hijo de Greta Garbo”, y que tiempo atrás me prestaron unos amigos. Hace unos años vi, por primera y última vez en mi vida, a Umbral en persona. En la Feria del Libro de Madrid. Estaba solo en la caseta. Se movía con lentitud y ya mostraba síntomas de enfermedad y de agotamiento. Sólo dijo esto: “¿Su nombre, por favor?”, antes de estampar su firma en una novela. Murió con las botas puestas, tratando de dictar un artículo a María España. Escritor hasta la última boqueada de aire. Escribiendo incluso con un pie en la muerte.