En cierta ocasión, un reportero de una revista de cine le preguntó qué salvaría primero en caso de incendio en su casa, y él, socarrón y grosero cuando se dirigía a los chicos de la prensa, respondió: “Mis huevos”. Durante el rodaje de una película en Dublín estaba tomando una copa en un bar cuando se le acercó un irlandés bajito con ganas de bronca. Le pinchó con un lápiz en las costillas, para llamar su atención, e insistió en que le firmara un autógrafo. El irlandés no quiso esperar a que el actor se acabara la copa, así que le firmó el autógrafo, en el que puso: “Que te jodan” y el nombre y apellidos de otro célebre actor. El irlandés le arreó un puñetazo en el ojo, como respuesta. Y él, mirando hacia abajo, dijo: “Si esto es todo lo que sabes hacer, señorita, será mejor que vuelvas con tus amigas”. Nunca se tomó a sí mismo demasiado en serio porque, en el fondo, detestaba ser una estrella, así que una vez escupió esta frase: “Tengo dos formas de actuar. Con y sin caballo”. En los ochenta, la Asociación de Críticos Cinematográficos de Los Ángeles le dio un premio a su trayectoria y él lo agradeció de este modo: “Quisiera dar las gracias a todos por haber sacado mi nombre de un sombrero”. Robert Mitchum era así: duro, bromista, romántico.
Las mujeres se enamoraban de él nada más verlo, y una tras otra caían rendidas a sus pies, estado febril que no excluía a las más famosas y bellas actrices del momento: Ava Gardner, Shirley MacLaine, Carroll Baker, Sarah Miles, Deborah Kerr, etcétera. Su esposa soportó cuernos durante décadas, pero él jamás la abandonó por otra. Fue compañero de farra de John Wayne, Frank Sinatra y Richard Harris, entre otros. Nadie le ganaba bebiendo. Se contaba la historia de un tipo que salió de juerga con él: unas horas después el tipo estaba mareado, se fue al hotel, se dio un baño, recibió un masaje, comió algo y se echó una siesta, y cuando regresó al bar Mitchum seguía allí, impasible y bebiendo. Stanley Baker, otro legendario borracho, quiso medirse con él y no lo consiguió: se fue para casa mientras Mitchum soportaba varias horas más bebiendo, desayunaba y se iba del bar al plató. Dicen que era un genio y un compañero de trabajo extraordinario: durante los rodajes salía a emborracharse por ahí, y muchas noches, sin haber dormido, desayunaba, se iba al rodaje y cumplía como un profesional, o sea, sabiéndose de memoria el guión, sin causar retrasos y sin fallar una frase. Llegaba y hacía su trabajo. Nadie supo nunca el truco, cómo estaba sobrio, entero y en pie y con sus frases aprendidas si apenas descansaba e iba cada noche de cachondeo. En sus ratos libres también escribía unos poemas maravillosos: así los juzgaron quienes los leyeron, y muchos colegas tuvieron ocasión de hacerlo. Ante la prensa y ante el mundo mostraba una fachada: la del individuo pendenciero, bravucón, gamberro, indiferente y despreocupado, casi una imagen de palurdo ignorante. Pero luego las mujeres y los hombres charlaban con él y volvían asombrados: Mitchum escribía poemas, había leído cientos de libros, sabía hablar de cualquier tema. Era encantador y polémico. Disfrazaba sus cualidades porque no se tomaba en serio y huía de su imagen de estrella.
Estas anécdotas y muchas más las cuenta Lee Server en la exquisita biografía “Robert Mitchum. ¡Olvídame, cariño!”. Un libro escrito con esa prosa que caracteriza a los buenos escritores norteamericanos. Se embarca uno en sus páginas y es incapaz de dejarlo. Si ya era uno de mis actores predilectos, lo es aún más tras leer las historias de su vida y de su método sutil de interpretación. Antes de actuar fue poeta, vagabundo, campesino, delincuente, recluso, nómada. Un genio escandaloso.