Si uno entra en Google Noticias y teclea la palabra “piscina” obtendrá aproximadamente unas tres mil doscientas y pico noticias relacionadas. Lo cual significa que, como la información escasea dado que hay tanta gente de vacaciones, los focos se centran en asuntos menores: las piscinas, el calor y los Sanfermines, que por fin se han acabado porque ya estaba un poco harto de ver tanto toro en televisión y tanto guiri mamao al que luego enganchan los morlacos con sus cuernos, porque los guiris han leído mal a Hemingway y creen que los encierros son una película tolerada donde sólo hay emoción, pero no peligros ni sangre. El modo en que los norteamericanos ven los Sanfermines se explica con las escenas de la comedia “Cowboys de ciudad”, donde los protagonistas parece que estén en Disneylandia cuando se supone que corren por Pamplona.
La piscina, pues, aparece en un montón de informaciones. Así que yo no quiero ser menos. Pasé una tarde en la piscina de unos amigos. La piscina no es suya, sino de la comunidad del edificio en el que residen. Por fortuna, apenas había un puñado de personas bañándose. Sólo hay un par de maneras de afrontar el calor brutal de Madrid: metiéndose en los cines con aire acondicionado y acudiendo a las piscinas a darse un chapuzón. Me sentó bien refrescarme: la hierba muy verde, el cielo por donde cruzaban algunas nubes y unas cuantas avionetas y, por supuesto, un libro en la mochila. No, no un libro: dos. Yo, siempre que viajo, o que voy a bañarme, o que estoy de excursión, incluyo dos libros, como mínimo. El segundo es por si me termino el primero, obviamente. No me gusta quedarme en bragas, en esto de la lectura. Me preguntaron mis colegas cuando desenfundé el primer libro: “¿Hay algún sitio al que irías sin un libro?” Les respondí: “No lo creo. Su compañía es necesaria vayas a donde vayas. Aunque tuviese que ir a la guerra, llevaría unos libros para leer en la trinchera o donde fuese menester”. Aún me recuerdan esa excursión de hace siglos a las Cascadas de Sotillo, en Sanabria: mientras los demás cargaban con mochilas cuyo contenido ignoro, yo llevaba libros y un bocadillo. El bocadillo para matar el hambre. Los libros para matar el aburrimiento. Pero también para leer con luz natural. El lector apasionado no se conforma con leerse las novelas en el sofá de casa, bajo la lámpara. El lector auténtico quiere probar a qué saben las páginas en el campo, en el parque, a orillas del lago, del mar, del río, de la piscina, en el autobús, en el avión, en el tren, en los diez minutos de espera previos a la proyección de una película, en el andén del metro, en la sala de espera del médico. Las lecturas más beneficiosas suelen ser al aire libre y en silencio, con paisaje natural al fondo, a ser posible.
Cada vez que me acerco por una piscina rememoro las piscinas de mi infancia zamorana: la de Villaralbo, la del Club Esla, la de la Sindical, la del Neptuno, la de Las Vegas, la de Morales. La piscina del Club Esla, a la que me llevaban mis abuelos, me encantaba por estar situada en medio de la naturaleza y porque, a veces, se colaban ranas y culebras en el agua, y esa intrusión le confería un componente selvático y agreste muy celebrado por nosotros, los niños. En aquel entonces iba donde hubiera una piscina. No como ahora, que soy más escogido y, en cuanto veo más de seis personas en remojo, no me meto a bañarme. La otra tarde me di un último baño cuando ya no daba el sol en el recinto y todos los vecinos se habían ido a cenar. Ese es el chapuzón de lujo. Tú, el agua, el cielo, la sombra y la tranquilidad.