viernes, julio 20, 2007

Presumidos

Por lo general, los hombres llevamos el traje de dos maneras (y hay una tercera: sólo ponérselo en las bodas, que es mi caso): sintiéndonos cómodos, igual que si se ajustara al cuerpo como un guante, y no darle mayor importancia, porque no la tiene, conozco a un montón de gente, amigos y familiares entre ellos, que va a la oficina con traje y se ha acostumbrado tanto que, insisto, no le da importancia; pero luego existe una segunda manera de llevar el traje, y es la propia de los cretinos, de los tipos que, por el mero hecho de ponerse chaqueta y corbata, se creen ya los reyes del mambo y los amos de la fiesta y los príncipes del cotarro, esos individuos que, en cuanto el jefe los obliga a ajustarse el nudo de la corbata, a ir afeitados a diario y a llevar los zapatos como espejos, entonces te dejan de saludar por la calle, porque ellos creen que han subido un peldaño, cuando en realidad es mentira, no han subido nada, sólo se han adaptado al sistema, como cualquier otro hijo de vecino, pero se dan aires y muchos humos. Esto último que digo lo he vivido en mi ciudad, con antiguos conocidos a los que, en cuanto salían a la calle con el correspondiente atuendo, te negaban el saludo por Santa Clara. Bueno, pues sepan ustedes que uno también tiene algún traje por ahí, y no se lo pone porque no le da la gana y porque no se necesita para este trabajo tan solitario. Hagan la prueba: intenten estar atentos por si, en la calle, ven algún día a algún concejal del PP en el Ayuntamiento. No son los mismos con el traje que con ropa cómoda y paseando con la familia. En el primer caso, parece que les han metido un palo por el ano. En el segundo, vuelven a ser normales.
Y ahora hablemos de César Antonio Molina, elegido ministro de Cultura del PSOE, y que se da aires con el traje. Su predecesora en el cargo lo hizo todo tan mal (especialmente hablar, dadas sus escasas dotes para la oratoria, como he recordado en este espacio en varias ocasiones) que no tiene por delante un reto. Quiere decirse que, aunque en su cargo tome malas decisiones, es imposible tomarlas peores o tropezar tanto al abrir la boca frente a los micros. Molina mejora a Carmen Calvo, pero no significa que sea un acierto. Lo digo porque, hace unos cuantos años, deambulaba yo mucho por el Círculo de Bellas Artes, del que Molina era director. Asistí durante unos días a una especie de conferencias en las que Fernando Delgado hablaba de literatura y periodismo. A veces llegaba con demasiada antelación y aguardaba en una especie de sala de espera por la que pasaban secretarias y el propio César Antonio Molina. Lo vi varias veces, en compañía de poetas invitados de otros países. En seguida me dio mala espina, se me atragantó. Los poetas invitados, por lo general señores de la tercera edad, caminaban como deben hacerlo los poetas: con dignidad, pero sin presunción. Molina, en mi opinión, era todo lo contrario, y no sólo por su traje y el pelo recién arreglado en la peluquería: envarado, presumido, muy estirado, como haciéndonos ver que él era allí el amo, y que podía permitirse ciertos lujos, entre ellos acompañar a poetas célebres por el edificio. Quizá me equivoque, pero no me gustó su planta y su gesto. Incluso creí que era de derechas. Dicen que lo ha hecho bien al frente del Instituto Cervantes.
No desconfío de los poetas trajeados, caso de Molina: desconfío de los tipos trajeados que hinchan la pechuga, se dan importancia de reyes y miran al ciudadano por encima del hombro. Espero errar y que su gestión beneficie a la cultura de este país, muy necesitada de ayudas y muletas para sostenerse. No obstante, aplaudo que elijan a un intelectual y que sustituyeran a Carmen Calvo.