“El Solitario”, tras trece años de acumular rumores y leyendas sobre sus hombros, ha visto cómo se le terminaba el chollo de vivir del cuento y de asaltar bancos. Quiere el azar que su último golpe lo diera en mi tierra, en un pueblo de mi provincia. Nosotros siempre entramos en las noticias por casos de esta índole. Al salir de los juzgados ha dicho: “¡Hola a todos, soy El Solitario! Salud, españoles”, que es como no decir nada. Suponíamos que iba a soltar una frase de más provecho o algo que pasara a la historia, pero sólo quedarán en la historia sus disfraces y sus asesinatos. Quitadas sus máscaras, esas que hemos visto tantas veces en las imágenes recogidas por las cámaras de los bancos y cajas de ahorro, ha quedado un rostro vulgar y un nombre corriente: Jaime Jiménez Arbe.
Este llanero solitario, cuyo alias, supongo, se lo puso la prensa, ofrecía otra estampa en sus atracos: barbas, pelucas, gorras, caretas, aire fornido, ojos tranquilos, frialdad estudiada, maneras metódicas. Había creado, a su alrededor, todo un misterio. Un tipo que no fallaba, capaz de tirar de gatillo si las cosas se ponían feas. Sin disfraz, “El Solitario” carece de los matices misteriosos que habíamos forjado entre los datos de los medios y nuestra imaginación. Pensábamos que, si un día lo capturaban, su fotografía en los periódicos iba a darnos miedo. No ha sido así: despojado de sus apósitos y de sus bigotes, “El Solitario” da más risa o pena que miedo. Se trata de un hombre rudo, tosco, más parecido a un labrador que a un ladrón de bancos. Él hubiera querido derramar sangre durante su captura, llevarse a unos cuantos por delante, morir matando, como corresponde a su carácter violento, paranoico y desequilibrado. Por fortuna no ha sido así, y tendrá que conformarse con una detención que le queda pequeña porque no hubo ensalada de tiros, ni correrías, ni coches a la fuga, ni nada de eso. La recopilación de datos sobre su perfil y las entrevistas con sus conocidos no ofrecen precisamente el retrato de un angelito: altercados con los vecinos, sospechas de maltrato a su ex mujer, insultos a sus hijos, amenazas a terceros, juicios por faltas y agresiones, amén de los atracos, la posesión de un arsenal propio de Terminator y los asesinatos cometidos hace unos años. Un tío violento y eficaz.
Nos gusta que detengan a un fulano con el que podríamos tropezar en una incursión al banco, que podría seguir matando si se ve inmerso en problemas. Pero hay cosas que no me caben en la cabeza. ¿Por qué esa manía de los medios en enumerar, por ejemplo, sus gustos musicales? He leído por ahí que guardaba “una importante colección de música” y que, entre sus preferencias, se incluían discos de Eric Clapton y Chuck Berry. ¿Y qué? Sospecho que esto obedece a la fea costumbre de echar las culpas a la cultura. Cada vez que alguien asesina, vamos corriendo a examinar sus gustos con lupa: los libros que leía, los grupos que escuchaba, las películas que veía. Así es más fácil hacer psicología barata y, si se trata de un chaval que oía a Marilyn Manson antes de coger un cuchillo de la cocina para cargarse a los padres, pues le echamos la culpa a Marilyn Manson, por raro, por satánico y por rebelde. Tampoco me entra en la cabeza esa horrible y violenta costumbre del pueblo llano, consistente en esperar al sospechoso a la salida de los juzgados y de la comisaría para bañarlo de insultos y amenazas, como hemos visto en la tele. Eso es propio del western, cuando el sheriff debe proteger al reo para que pueda llegar a la horca sin que lo linchen los ciudadanos. Pero no de una sociedad civilizada.