Una de las claves del género de terror es poner a los personajes en situaciones raras o inesperadas, en mordernos allá donde no lo esperábamos. En darle un cuchillo al más inocente en apariencia. Nadie se espera que sean los críos quienes den pasaporte a los adultos en la terrorífica “¿Quién puede matar a un niño?”, culpable de algunas de mis pesadillas de infancia; nadie se espera que una señora que consume novela rosa cobije dentro a una psicópata, como en “Misery”; nadie se espera el intercambio de roles de los torturadores de “Hostel 2”; ¿y qué decir del abuelo matarife de la primera versión de “La matanza de Texas”, momificado y con un mazo en la mano que, se supone, debe romper la nuca de la víctima?; ¿y de los niños ávidos de crueldades que comparecen en la estupenda novela “La chica de al lado”? Podríamos seguir dando ejemplos hasta aburrir al personal. Cuando lo insólito irrumpe en el terror, la obra da más miedo. Cuando el verdugo es quien se convierte en víctima y el carcelero en preso y el policía en abusador y el niño en un monstruo y la señora en una desequilibrada con hacha y soluciones drásticas. Eso siempre garantiza el miedo.
Una novela de terror es la que hemos leído en una noticia aparecida en la prensa después de emitirse un reportaje de cámara oculta en “El programa de AR”. Al parecer, en una residencia de ancianos de Alcobendas, o sea, en Madrid, el tercer piso ofrece una imagen digna de un filme de terror. Ancianos atados a las sillas, babeando por culpa del exceso de medicación, dormidos sobre los platos de comida. Ancianos amarrados a sus camas, o implorando para que les cambien el pañal, o con marcas de moratones. Una planta sin higiene, atufada por la suciedad y los vómitos. Con viejos medio desnudos o, en algún caso y según cuentan, con gusanos comiendo de sus heridas. Una redactora, provista de cámara oculta, subió hasta la tercera planta, donde se encontró con este nido de horrores: personas a quienes les han robado la dignidad. Pero el punto más espeluznante no lo ofrecen esos hombres y mujeres medio abandonados y en pésimas condiciones de salud, sino la empleada. La empleada que ríe con sadismo cuando un anciano cae redondo o cuando les obliga a tragarse la pastilla. Ahí es donde reside el terror que el género busca: en lo insólito, en lo inesperado. En “Alguien voló sobre el nido del cuco” uno se esperaba que los pacientes dieran miedo al espectador y luego sucedía lo contrario: eran los celadores quienes asustaban y, sobre todo, la directora que actuaba con mano dura y no dudaba en emplear los medios más brutales para subsanar la conducta errática de los enfermos. Se supone que, en una residencia de ancianos, el encargado de cuidarlos debe tener catadura de ángel, igual que lo tienen algunas enfermeras cuando uno está ingresado en un hospital. En esta residencia de Alcobendas ha ocurrido lo contrario con esta empleada.
El relato de los periódicos se me antoja bastante sádico. No necesito acudir a las imágenes grabadas por Telecinco. Aunque una imagen valga mil palabras, a veces mil palabras poseen la ventaja de permitir que nuestra imaginación vuele. Y a menudo vuela demasiado alto. Tampoco necesito buscar esas imágenes por no tragarme nada de “El programa de AR”, un producto diseñado para marujas (y en el que participan, según tengo entendido, cuatro o cinco petardos de la escena del corazón). No es la primera vez que tenemos noticia de cosas parecidas: pensiones sometidas al desequilibrio de sus dueños, residencias donde tratan a los ancianos como animales de carga y cosas así. El género de terror, ya digo.