Al hilo del artículo del lunes en el que hablaba de “Encyclopédie. El triunfo de la razón en tiempos irracionales”, encuentro ahora un pasaje en el que el autor cuenta que Denis Diderot exhorta a elogiar la virtud siempre que la encontremos. Copio las palabras de Diderot: “¡Oh, Rousseau, mi querido y digno amigo: jamás podré dejar de elogiarte; y al hacerlo así, he sentido crecer mi afán por la verdad y mi amor por la virtud. ¿Por qué tantos discursos fúnebres, cuando se entonan tan pocos himnos de alabanza por los vivos?” Esta última pregunta es la que me interesa, y de la cual surge este artículo. Repitámosla: ¿Por qué tantos discursos fúnebres, cuando se entonan tan pocos himnos de alabanza por los vivos? Debemos plantearnos la cuestión. Me parece muy importante. Los hombres y las mujeres, todavía en este siglo, tenemos la manía de evitar los elogios hacia nuestros amigos y hacia quienes admiramos o amamos o incluso hacia quienes poseen nuestra misma sangre. Hay una especie de pudor entre un colectivo por hablar bien del prójimo, si el prójimo es tu amigo. Incluso he comprobado, en los blogs, que, si alguien recomienda el libro de un colega no faltan quienes le saltan a la yugular, acusándolo de amiguismo.
En estos tiempos aún tiene que morirse primero un tipo para que cantemos sus virtudes. Algunas personas parecen no reparar en la muerte. En que la muerte todo lo cambia. Durante años niegan los elogios y no señalan la virtud en sus allegados. Hasta que mueren. Entonces sí: entonces sus amigos preparan homenajes, sus admiradores dicen “Era una persona única, inolvidable”, sus compañeros de trabajo le dan premios póstumos, y sus familiares escriben cartas en los periódicos, en las que, de tú a tú, les dicen que los añoran y se deshacen en elogios; elogios que esas personas jamás conocerán, primero porque están muertas, y segundo porque dudo que un espíritu, existan o no el Cielo y el Infierno, se dedique a leer la prensa. La pregunta es: ¿Por qué eso no se hizo antes? Porque el elogio en vida nos da pudor, y el elogio tras la muerte parece ser un ajuste necesario con la memoria de quien se fue. Se cansa uno de ver cómo a ciertas personas se las ningunea o atraviesan una vejez en la que, tímidamente, empiezan a recibir tímidos homenajes. Pero es cuando tenemos noticia de su fallecimiento cuando se nos llena la boca y todo el mundo se apresura a escribir su artículo, su carta, su panegírico, su oración fúnebre: “Siempre fue muy grande”, “Era el mejor”, “Te echo de menos, ahora que no estás”.
Vivimos enganchados, además, a la celebración de la muerte y al homenaje póstumo. Lean los titulares, atascados de efemérides. Vivimos enganchados al pasado, sobre todo si el creador de las obras de las que se habla ha muerto: constantemente nos recuerdan los cien años del nacimiento del creador de Tintín, los sesenta años del diario de Ana Frank, los cien años de John Wayne, los veinticinco años de la muerte de Philip K. Dick, etcétera. Siempre tenemos a mano algo que celebrar, un muerto al que elogiar. Nadie se libra de este defecto. Lo cual le viene bien a los medios de comunicación para rellenar y les acomoda a las empresas: de esa forma, gracias a las efemérides, las empresas de dvd y las editoriales y las discográficas hallan un hueco para recuperar la filmografía de Wayne, las obras de Dick o las exposiciones sobre Tintín. Hubo un tiempo en el que me daba pudor escribir sobre la obra literaria de algún amigo. Ya no me ocurre. Prefiero elogiar ahora las virtudes de este o de aquel, y no hacerlo cuando sea demasiado tarde y este o aquel no puedan verlo.