De mi última visita a Zamora me quedo con una situación, apenas una anécdota sin valor, pero que para mí tiene mucha importancia, y con un par de visitas a una calle que estaba deseando volver a pisar.
El sábado por la noche cruzábamos, a pie, la Avenida de Víctor Gallego. Caminábamos por una de sus aceras. En la puerta de Carrefour Express, o sea, el antiguo Simago, un nombre que sin duda me remite a la adolescencia, divisé un bulto. Era un mendigo, o un vagabundo, allí sentado. Ahora los mendigos, cuando se apostan en las entradas de los supermercados y en las esquinas de las iglesias, componen un fardo de trapos húmedos, cartones viejos, periódicos atrasados, cuencos de plástico para recibir las limosnas y un envase para meter sus pertenencias, que varía dependiendo de la fortuna del hombre en cuestión: algunos utilizan bolsas de basura; otros, mochilas envejecidas por la intemperie y el maltrato que los caminos propician a la tela. Sentado en el suelo, entre sus piernas había una botella de cerveza, una litrona. El individuo ocultaba la cabeza en un gorro sucio de lana, y la maleza de una barba sarnosa le emboscaba la mandíbula. Tenía ojos de derrota y la piel del cuello retorcida por las arrugas. Cuando íbamos a pasar a su lado nos pidió, por favor, que nos detuviéramos. Por su acento dedujimos que era italiano. Nos detuvimos. Yo ya imaginaba que nos iba a pedir unas monedas, y preparé una negativa, porque a fin de mes sólo llevo telarañas en los bolsillos, y en esto el hombre sólo pidió un cigarro. “Por favor, ¿tienen un cigarrillo?” Existen dos clases de vagabundos: quienes piden con ciertas maneras agresivas, casi ofendidos por la diferencia de clases y la situación social; quienes lo piden con humildad, casi violentados por si estuvieran molestando. Este era de los últimos. Le dijimos que sí, por supuesto. Quien conmigo iba extrajo un pitillo de un paquete de tabaco y se lo alcanzó. El hombre, con su acento italiano, dijo: “Lo siento. No quiero molestar. Estanco cerrado. Yo no tabaco. ¿Cuánto debo por cigarro?” Quería pagarnos el pitillo. Tomen nota. A diario veo a desconocidos que piden tabaco a mi gente (yo no fumo), y que, cuando ellos aceptan y les dan el ansiado pitillo, apenas musitan un “Gracias”. Hasta el punto de que, al menos en Madrid, parece una obligación, un impuesto añadido, que quien lleve tabaco tenga que dárselo a quien no tiene; y aquí estoy hablando de las mismas clases sociales. Sin embargo, aquí topamos con un vagabundo extranjero, humilde y bebedor, pero capaz de pagar un cigarrillo. Rebuscó en sus bolsos, a la caza de monedas, y le dijimos que no, que no queríamos nada a cambio. Le preguntamos si necesitaba fuego y, al asentir, se lo dimos. Encendió el cigarro y continuó dándonos las gracias, probablemente asombrado no sólo por habernos detenido, sino por darle tabaco sin que tuviera que pagar.
Ahora vayamos con ese par de visitas. Como era de esperar fui en busca de las huellas del libro “Calle Feria”, del que el otro día escribí, y pasé dos veces por el Riego y la Feria. Mi única intención era volver a estudiar con detenimiento las fachadas, los letreros y los escaparates de los comercios. Son calles por las que siempre paso en mis incursiones por Zamora. Pero esta vez lo hice con ojos nuevos, atento a los detalles, y a cómo los pequeños comerciantes resisten sin desaliento la feroz competencia de las grandes superficies y supermercados. Allí estaban, aún, los nombres y las huellas: Droguería Manahem Ramos, Calzados Sánchez, Pastelería Barquero, y la farmacia, y la peluquería, y el callejón de Escuernavacas, y…