Después del acto de Arrebato Libros que comenté ayer, ese mismo sábado acudí a la llamada de unos amigos y pasé unas cuantas horas de la noche en el distrito de La Latina, pródigo en pubs, tabernas y garitos, y en el que hay un bar zamorano donde sirven deliciosas raciones, muy adecuadas a cualquier hora, ya sea durante el vermut, el tapeo o la cena. Nunca había ido a La Latina en sábado. Normalmente, es tradición ir el domingo. A cualquier hora del domingo, porque ese día siempre está repleto de gente. Suelen verse muchas caras procedentes del cine, del teatro, de la televisión. No me entusiasman los camareros de esa zona. Estoy generalizando, pero antaño tuvimos encontronazos con gente que nos servía de mal humor, o que se mostraba borde sin venir a cuento. Por fortuna, el sábado no ocurrió eso.
A mitad de noche recalamos en un garito cuyo nombre, por cierto, olvidé mirar. Allí, en ese local, disponen de un método que, quizá, podría paliar la costumbre del botellón y de los garrafones. Un método que no sé si le sale caro al comprador, pero que beneficia al consumidor en cuanto a calidad y precio. Fuimos a pedir una copa y, en vez de coger una botella grande y echarnos el trago en el vaso con hielo, las camareras tomaron botellas pequeñitas colocadas en los anaqueles que había a sus espaldas, de esas que los minibares de los hoteles cobijan en su interior. Nos dieron una botellita a cada uno, junto al vaso y el refresco. Uno mismo era quien le quitaba el precinto a la botella y vertía el líquido a su antojo. Nos llevamos dos sorpresas: la copa no era tan cara como en otros garitos de la zona; la medida de cada botella, de unos cinco centilitros, alcanzaba para dos copas. Por el precio de una bebida, pues, nos tomamos dos. Sin desconfiar. Sin el infortunio de tragar el garrafón que te deja el estómago para el pueblo. Pudiendo servirte tú mismo la cantidad: si prefieres un brebaje con poco alcohol o una bebida cargada. Sin embargo, en una de las ocasiones, al pedir otra ronda, a una de las camareras le dio por echarnos ella misma el contenido de la botella a uno de mis amigos y a mí. Es decir: nos llenó el vaso de alcohol en unas tres cuartas partes. Así que decidimos quitarle la mitad, echándola en una jarra, porque no había quien se bebiera aquello. La ginebra de la jarra nos alcanzó para la siguiente copa. Me parece que este sistema posee unas cuantas ventajas; al menos, ya digo, desde el punto de vista del consumidor. Así nadie puede quejarse de que le sirvan bebidas adulteradas ni de los precios abusivos.
Cuando voy por La Latina suelo reparar en algo curioso: en una pequeña plaza la gente suele sentarse en el suelo, a compartir una litrona o a beber de las copas pedidas en los bares. Es decir: se trata de una variante del botellón. Pero, al parecer, en Madrid sólo se le ha declarado la guerra policial a los jóvenes que merodean por Malasaña. No es raro tropezarse en otros distritos con botellones, sin que la policía pase por allí. Acaso la razón sea esta: la gente que está sentada en el suelo, por La Latina y por otras zonas, parece más tranquila o con más años a las espaldas. Pero puedo estar equivocado: es una mera especulación. Y un último apunte: en una tasca donde ponían calamares fritos, patatas al alioli y bocadillos, el encargado estuvo abroncando a su subalterno, un negro, a voces y delante de todo el mundo, por no servir con la diligencia requerida. El negro soportó el chaparrón sin proferir una queja. Me hubiera gustado ir y decirle: “Mira, hermano, no tienes por qué aguantar esta mierda. Ahí fuera hay docenas de trabajos para un tipo como tú. Ya no estamos en la esclavitud”.