Después de escribir sobre los pasajes cubiertos de París, menos conocidos para los turistas y los viajeros de lo que sería necesario, me dieron un reportaje de un tal Emmanuel Tresmontant, que les invito a buscar en la red. Constituye, en efecto, una adecuada guía para conocer la historia de estos comercios y disponer de una agenda de nombres y direcciones. Tresmontant señala: “Estos pasajes cubiertos, antepasados de los actuales centros comerciales, datan de primeros del s. XIX y están situados en la margen derecha del Sena, aproximadamente entre el Palais-Royal –al lado del Louvre– y los grandes bulevares”. Y, un poco más adelante: “A cubierto de las intemperies, el barro y los coches, estos pasajes permitían a los comerciantes exponer sus mercancías y a las damas de la "buena sociedad" pasear sin mezclarse con la plebe, además de ofrecer a los peatones un práctico atajo para pasar de un barrio a otro”.
El documento contiene datos de gran interés. El poeta Gérard de Nerval solía frecuentar el Café de l’Epoque de uno de los pasajes. Existe una tienda de pipas cuyo dueño mantiene un caprichoso horario de apertura al público: cuando “le vienen ganas”. En uno de estos pasadizos se encuentra la editorial Lemerre, que, según la guía, publicó los primeros poemas de Paul Verlaine. También se ubica allí Grévin, un museo de cera que data de 1882. Cuando pasamos ante la fachada del museo, entre los cortinajes de detrás de uno de los cristales de la entrada asomaba la cabeza de un muñeco, tan realista que me dio un susto de muerte. Me hicieron una foto al lado de la figura, mirando hacia ella, sólo separados ambos por el cristal: la he enseñado a algunas personas y creen que se trata de un hombre auténtico, de carne y hueso.
En nuestra visita, los comercios de esta zona estaban cerrados por ser domingo, con la excepción de algún café, una pastelería y un par de restaurantes. Lo cierto es que se me hizo la boca agua mirando a través de los escaparates. Había tiendas de filatelia, de coleccionismo, de antigüedades, de papeles y periódicos y cartas viejas, de miniaturas, de postales, de cine y de libros, de muñecas antiquísimas, de soldados de plomo, alternándose en el espacio con restaurantes, tabernas y teterías. He leído en alguna parte que existen todavía unos veintiún pasajes. Creo que el secreto de los mismos, la clave de su funcionamiento actual, es que no han renunciado a su atmósfera vetusta, como si uno se metiera en un escenario de otro siglo, y que las reformas y las restauraciones han sabido aplicar la medida justa para no robarles ese carácter antiguo, en el que incluyen comercios nuevos. Dentro, además, no suelen venderse las prendas y libros y muebles de moda, sino al contrario: es una especie de rastro, un museo de glorias polvorientas en las que, si se introduce el coleccionista y echa un vistazo, hallará inauditas joyas. Por lo general, los pasajes y las modernas galerías de nuestras ciudades deprimen un poco. Uno pasea por ellas y sólo ve desidia, negocios obligados a poner el candado para siempre, abandono y una decoración neutra, que consiste en paredes blancas y suelos y techos desprovistos de personalidad. En los pasajes cubiertos de los que hablo sucede lo contrario, y por eso quiero insistir en este punto: si alguien viaja unos días a esa ciudad, le recomiendo la visita a este escenario de cúpulas, mosaicos, escaparates, lámparas, reliquias, grabados y fotos en blanco y negro. Termino con el consejo de Tresmontant: “Si viene a París, no deje de dedicar un día a descubrir algunos de estos vestigios de un París burgués y rococó. Algunos de ellos además han sido restaurados de forma exquisita”.