Tomo prestado el título del prólogo de Eduardo Jordá, quien a su vez lo tomó prestado de la canción de Bruce Springsteen, quien a su vez lo tomó de “Tom Joad”, tema de Woody Guthrie, quien a su vez lo tomó de la novela “Las uvas de la ira”, de John Steinbeck, quien para construir aquel legendario libro se inspiró en sus investigaciones sobre los temporeros que se desplazaban por California en busca de trabajo, pesquisas que reflejó en las crónicas periodísticas publicadas por The San Francisco News y recogidas en el breve volumen “Los vagabundos de la cosecha”, que ahora rescata la editorial Libros del Asteroide. No se entiende que esta pequeña joya hubiera permanecido en el limbo de los libros no traducidos e inéditos. Porque todo es perfecto, aquí: el esclarecedor prólogo de Eduardo Jordá, que terminará convirtiéndose en una pieza de coleccionista; las fotografías de Dorothea Lange, que reflejan la vida de las familias consumidas por el hambre y el nomadismo, los rostros tundidos por las penurias y las enfermedades y las chabolas donde se alojaban; la traducción de Marta Alcaraz, que ha sabido capturar el espíritu del texto; la factura editorial; pero, sobre todo, la prosa magistral de Steinbeck, capaz de guiarnos hacia la médula de los campamentos de chabolas y de rompernos el corazón describiendo a un niño sucio a quien las moscas intentan sorber la mucosa de los lacrimales.
El origen de “Las uvas de la ira” está aquí, en estas crónicas que ahora ven la luz en castellano: siete reportajes, o siete capítulos, en los que Steinbeck nos introduce en un mundo pleno de calamidades y sufrimientos, de familias subidas a coches atestados de mantas podridas, colchones viejos y cazos renegridos por el uso. En nuestra memoria permanecerá siempre la película de John Ford basada en la novela del mismo título. ¿Quién puede olvidar el rostro torturado de Henry Fonda/Tom Joad? Eso es lo que refleja el autor: caras destruidas, niños enfermos de malnutrición, hombres que han perdido la dignidad y la esperanza, empresarios que intimidan a los inmigrantes con la práctica del matonismo. En plena Depresión, las tormentas de polvo asediaron las cosechas de los pequeños agricultores estadounidenses. Sin nada que comer, subieron a la familia y unas cuantas pertenencias a sus coches y partieron a California, donde anhelaban encontrar un trabajo temporal en la recogida de la uva, de la lechuga, del algodón, de la ciruela. Sin derechos, ganaban lo justo para no morirse. Steinbeck refleja algunos casos de familias que, a partir de la mala suerte de un esguince o una rueda rota, fueron perdiéndolo todo: la salud, el trabajo, los niños. Dormían en casas de cartón, en el suelo, apiñados unos junto a otros; las madres no estaban bien alimentadas y apenas producían leche para los bebés, que terminaban enfermando y muriendo; si los hombres trataban de organizarse en sindicatos, los matones les incendiaban las chabolas. La agricultura de California necesitaba sus servicios, pero los trataba “como a ganado”. Primero sufrieron los chinos; luego, los japoneses, los filipinos y los mexicanos; y, después, los agricultores americanos.
Además de su alto valor documental, germen de “Las uvas de la ira”, y de su extraordinaria prosa, este libro es esencial porque demuestra un problema que, tras tantos años, sigue vigente, como advierte Eric Schlosser en “Porno, marihuana y espaldas mojadas”: las miserias de los inmigrantes contratados en la recolección son las mismas en la actualidad, ya sea en California o en el sur de España. La lectura de “Los vagabundos de la cosecha” debería ser obligatoria en los institutos.