En las ciudades como Madrid, los hombres raros se ponen al sol en las plazas de su barrio o se refugian en las cafeterías más casposas, a tomarse un chato, una copita de whisky o de Soberano aunque sea a una hora temprana, a consumir farias y a leer la prensa, que devoran desde la primera hasta la última página; pero nunca han comprado un periódico en su vida. Los primeros días de cada semana apenas salgo de casa, salvo para ir al cine, a la librería o al supermercado. Pero topo con tipejos raros. Bastan unos minutos en la calle para que uno constate que los raros son legión.
Salía del portal la otra tarde y lo primero que vi al bajar por la calle fue a uno de los alcohólicos meando el morro de un coche. No crean que el tipo se tapaba las partes pudendas, o que intentaba esconder el trabuco. Nada de eso. Orinaba en parte contra el viento y en parte contra el vehículo. A plena luz del día. Podía verlo cualquiera: los transeúntes, los vecinos asomados a sus balcones, los conductores, las señoras, los niños, las chicas, todo el barrio viéndole el pito a este señor. Sé que vivir en la calle comporta innumerables servidumbres, como la de no tener un baño para aliviarse, pero de ahí a mojar un coche y encima enseñar la tranca a la concurrencia va un abismo. En la plaza he visto un nuevo fichaje en el grupo de los alcohólicos. Es un individuo de aspecto siniestro y sonrisa de granuja. Tiene la napia roja e hinchada, como un tomate maduro o una nariz de payaso. La primera vez que pasamos a su lado nos pidió cinco céntimos. Le dije que no tenía. Debemos desconfiar de quien pide lo mínimo. Está comprobado: si te paras y rebuscas los cinco céntimos, te vendrá con el cuento de: “Mire usted, es que con cinco céntimos no hago nada, que el cartón de vino cuesta un euro, y digo yo si no podía aflojar algo más”. Me conozco el cuento porque ya me lo contaron. La segunda vez me hizo mucha gracia. El hombre, mientras atravesábamos la plaza, apresuró el paso y, cuando ya casi lo tenía subido en el cogote, anunció: “Esperar, que voy a haceros un atraco”. Contuve la risa, giré la cabeza y le dije: “No”. Y añadió: “No, hombre, si el atraco que quería haceros era pediros un cigarro”. No fumo, pero me hizo tanta gracia aquel hombre raro que, desde entonces, cruzo la plaza con unos céntimos sueltos en la mano, por si me pide algo. Pero no he vuelto a verlo.
Hay una cafetería bastante rancia de la zona de Tirso de Molina, frente al teatro, que a mí me trae buenos recuerdos que no vienen al caso. La otra tarde entramos. Todo el personal era raro. Los camareros eran raros, la mujer solitaria que engullía una ración de bravas era rara, el hombrecillo de escaso metro y medio que se jugaba los cuartos en la tragaperras era raro, los fulanos acodados en la barra también eran raros, y aún tenían peor pinta quienes estaban sentados en las terrazas. Gente tosca y vulgar, que parecía salida del rodaje de una película de Alex de la Iglesia o de Santiago Segura. La última vez que vi gente tan extraña, avejentada, fea y freak fue en los anuncios y en los cortos de los de Gomaespuma, que nos puso un amigo en su casa. El colmo del tío raro fue un señor que, al parecer, debía llevar un año en los servicios de caballeros, y que ya había terminado su consumición. Al volver a la barra vio que el taburete en el que se había sentado lo ocupaba ahora un hombre de piel morena, leyendo un diario. Le dijo que él estaba allí antes, que estaba leyendo otro periódico, pero que no era ése, y al final el otro hombrico, para no discutir, se levantó y le dio el taburete. El raro tenía la cara como de goma, y arrugas, y gafotas, y el pelo nutrido de caspa y grasa. Parecía un muñeco del guiñol que alguien hubiera desempolvado de un baúl.