Estábamos en una casa, invitados al cumpleaños de una amiga. Había un montón de gente deambulando por el salón, la cocina, el baño, el recibidor. Ya sabéis cómo es eso: invitados que entran y salen, personas a las que hace tiempo no veías, caras nuevas que alguien te presenta o que nadie se molesta en presentarte, tipos que van y vienen. Buena comida, cerveza y refrescos, música y la televisión encendida. Uno de los inquilinos del piso es un militar del norte, que ahora vive en Madrid. Es un estupendo narrador de historias, de anécdotas y de viajes. Se sienta en un sofá y empieza a hablar y todos le escuchamos. Le añade unas gotas de humor a cada relato. Sirva todo esto para enmarcar el escenario: comodidad y ambiente grato.
Unas horas después, unos cuantos invitados decidimos marcharnos a nuestras casas. Nos levantamos a un tiempo y comenzaron las despedidas, ya sabéis cómo es eso: intercambio de besos y de abrazos y de entrechocar de manos, palmadas en la espalda y promesas de verse pronto. O sea, diez o quince minutos de despedida, más tiempo del empleado en los saludos y presentaciones de la llegada. Decía que el anfitrión, al que conozco desde hace un par de años, es militar. Y el dato no es baladí: al parecer, gracias a la licencia de armas, tiene en casa una escopeta. Supongo que por el jaleo propio de preparar el cumpleaños, la escopeta estaba temporalmente encima de la cama, descargada. Pero se convirtió en un acontecimiento. Justo cuando íbamos a marcharnos y nos dedicábamos a las despedidas, a la gente le dio por ir a orinar antes de salir de la casa. De camino al servicio estaba su habitación, con la puerta abierta y el arma sobre la cama. Cada vez que alguien volvía del baño, decía a los demás: “Eh, hay una escopeta encima de la cama”. Los hombres lo decían asombrados. Las mujeres, con temor en la voz: “Qué miedo, yo no podría vivir en un sitio en el que hubiera una escopeta”. La despedida se prolongó aún más porque todos los invitados, de uno en uno, quisieron ver el arma. Para que nos entendamos: estoy hablando de gente que, probablemente, sólo haya visto una escopeta en las películas, en los documentales o, quizá, en el escaparate de una armería. Yo no fui. Y la razón para no ir fue doble: no me gustan las armas, las aborrezco (sólo me gustan en las películas); y he visto demasiadas durante años, dado que, en mi familia, la caza es una tradición, tradición que jamás han logrado inculcarme. Algunos estamos acostumbrados a topar con escopetas de caza y pistolas de tiro al blanco en los armarios, aunque nunca me acostumbré por completo. Pero no es lo habitual, salvo si vives en un pueblo: no es habitual que los españoles convivan con rifles y con revólveres. De ahí que los invitados se acercaran a la escopeta como si fuese una reliquia de otros tiempos, algo para mirar con asombro, pero no para tocar. Una cosa prohibida.
Ahora bien, y aquí volvemos al viejo debate de las armas en Estados Unidos, si esto hubiera ocurrido en ese país, es probable, supongo, que los invitados, en vez de asombrarse e ir de excursión al cuarto para echarle un vistazo a la escopeta, hubieran ido a verla para compararla con las armas que cada uno, o el padre de cada uno, tuviese en casa, en el armario, en la guantera, en un cajón de la cómoda. No se sorprenderían. Porque lo habitual, en aquel país, es poseer un arma. Lo insólito, lo anómalo, sería no tenerla, pues todos quieren protegerse, prevenir y defender su vida y la de los suyos con uñas y dientes. Hay asesinos y chalados en todas partes. Otra cosa es que puedan obtener una pistola de la manera más natural del mundo.