Cuando alguien quiere de ti un trabajo que no está dispuesto a pagarte (algo muy frecuente en los mundillos de la literatura y el periodismo), te lo suelta en la primera frase, para que no existan malentendidos: “Mira, nos gustaría que colaborases con nosotros, pero no podemos pagarte. Compréndelo, somos una empresa pequeña y no disponemos de muchos fondos”. Está bien, no pasa nada. Te lo dicen a las claras, sin rodeos, y de ti depende aceptar el trato o no; cuando digo trato me refiero a currarte algo sin una remuneración a cambio. Pero el asunto es diferente cuando alguien quiere de ti dinero (algo lógico en el ámbito comercial), y entonces te lo suelta en la última frase de su discurso, después de un largo rodeo en el que, con cierta brillantez, trata de hacerte creer que tu vida depende de ese producto y que mejorarás con su adquisición o con tus contribuciones monetarias: “…Así que, en definitiva, y para resumir, si está dispuesto a colaborar, la suscripción mensual sería de X euros. Poco dinero, ya ve, para lo que ofrecemos”.
Cuando camino por el centro de cada ciudad procuro esquivar a los repartidores de publicidad, a los vendedores de cualquier producto, a los que te entregan un panfleto a cambio de la voluntad, a las encuestadoras (generalmente ponen a chicas guapas como cebo), etcétera. Una tarde nos intentó parar una muchacha de Greenpeace. Dado que no iba solo, quien caminaba conmigo quiso detenerse, creyendo que se trataba de una encuesta. “¿Estáis concienciados con el medio ambiente? ¿Sabéis que debemos salvarlo y todo eso?” Así empezó la chica, y yo me olí la tostada. Va a pedirnos dinero, pensé, pero aún no sé cuánto, y nos lo dirá al final. Tras el largo preámbulo, yo alcé las cejas, intentando expresar: “¿Y bien? ¿Cuál es la cantidad?” O sea, ¿de cuántos talegos estamos hablando? Y lo soltó. Le dije que no, y cuando me preguntó por qué, respondí que tenía muchos gastos. Pero esa no es la única razón. El caso es que, y perdóneme si alguien se ofende, no me fío de estas contribuciones a las buenas causas. He oído demasiadas leyendas para fiarme. Y no dudo de la buena fe y la ejemplaridad de algunas de ellas, que no desviarán el dinero en estafas, sino que de verdad se lo darán a los niños negros que pasan hambre o ayudarán a preservar el medio ambiente. Pero dudo de un puñado. La experiencia me ha enseñado que es mejor ir por ahí con la duda por delante que no con la ingenuidad; así, uno se lleva menos palos. Y eso no significa que uno no sea solidario, pero, a mi juicio, dar dinero a cambio de un resultado que no vas a ver, me parece sospechoso. Quienes me leen sabrán de mi pasión gatuna. Meses atrás supe de una organización que ayudaba a los gatos. Te pedían diez euros al mes; todos los meses. Y estuve a punto de contribuir. Pero en el último momento me dije: “¿Y si ese dinero, mi dinero, el que me gano escribiendo, se lo queda un tipo que no quiere saber nada de gatos?” Todos conocemos esos rumores: la ropa recogida en contenedores que, en vez de ir a parar gratis a los pobres del Tercer Mundo, acaba en tiendas de segunda mano, donde le ponen un precio para que las compren esos mismos pobres.
Volviendo al principio: sería deseable que quienes requieren de nosotros la pasta, por cualquier motivo (humanitario o comercial), tuvieran las agallas de hablarnos de dinero en la primera frase, como lo hacen quienes piden nuestra colaboración no remunerada. Hace días recibí un extenso correo de una revista. Alababan mi trabajo, me halagaban, se ofrecían a enviarme los índices de sus contenidos. Al final, claro, saltó la liebre, en la última frase: querían que me suscribiera.