Todas las semanas encontramos noticias que nos informan del maltrato (generalmente, de hombres hacia mujeres, de maridos hacia sus esposas, de individuos a sus ex parejas: pero no siempre), y de los crímenes conyugales. Tíos que se vuelven locos, o más locos, y pasan de pegar a diario a su señora a hundirle un cuchillo en el estómago y luego tirarse por la ventana. O que cogen una escopeta, se cepillan a toda la familia y luego se vuelan la tapa de los sesos o se entregan a la policía. Me niego a poner las etiquetas habituales a esta clase de noticias sórdidas: “violencia de género” y otras chorradas parecidas. Hoy leo un suelto en un periódico gallego que dice así: “Representantes de las asociaciones de vecinos recibirán un curso municipal para aprender a detectar casos de malos tratos en sus barrios y saber cómo actuar ante un delito de violencia doméstica”. El sistema es así: en la actualidad hay clínicas de desintoxicación para cualquier vicio, y clínicas para aconsejar a los adictos a todo, incluso a los adictos a los correos electrónicos (no es broma, no me lo invento: existe, creo que en Estados Unidos, ¿dónde si no?).
Pero volvamos al suelto de ese periódico. La primera parte es una tontería: no hay que aprender a detectar los casos de malos tratos del vecino de arriba, sino sólo escuchar, poner el oído. Si oímos que una mujer llora, y grita, y se escuchan golpes y la voz de un varón dando voces, no lo dude, no están ensayando “Un tranvía llamado deseo”: es un fulano untándole el morro a su costilla. La segunda parte me parece fundamental; porque ahí viene el quid de la cuestión: que, en efecto, no sabemos actuar cuando oímos uno de esos casos. No sabemos, pero tampoco estamos seguros de lograr resolverlo, aun sabiendo actuar. Más de una vez he contado que, cada cierto tiempo, escucho los berridos y los llantos de una de las mujeres que se aloja en el edificio que hay frente al piso en el que vivo. A veces la veo aparecer en la ventana, cuando se asoma a tender la ropa en un tendedero del balcón (puedo ver esa ropa húmeda mientras tecleo estas líneas: basta levantar la cabeza del teclado), y en sus ojos me parece ver una expresión gris, la misma que poseen los condenados a muerte y los esclavos que reman en las galeras. En diversas ocasiones, también lo he contado aquí, he visto desfilar a la policía, llamar al timbre, subir en tropel a ese piso, regresar un rato después con las manos vacías, etcétera. Se preguntarán: ¿cómo sabe que suben a ese piso? Es fácil: una vez, la mujer se asomó para reclamar ayuda a los que pasaban; y, cuando la poli llama al timbre, los hijos pequeños se asoman primero al balcón, y se vuelven a asomar cuando ellos se marchan. Uno no sabe qué hacer. El resultado está a la vista: llame otro vecino a la policía o sea la propia mujer quien telefonea a la comisaría, no se resuelve nada. No basta con que la poli se presente. Ellas tienen que presentar una denuncia. Decir que corren peligro (y una maltratada corre peligro: puede que el próximo sopapo o el próximo insulto le lleguen acompañados de una docena de cuchilladas).
El asunto me recuerda una escena que vi dos días antes. Estábamos en El Corte Inglés, comprando productos de higiene y cosmética. Oí: “Perdone, ¿dónde están las cremas para las quemaduras?” Una mujer latina preguntaba a una de las encargadas. La miré. Era evidente que no quería una pomada hidratante para curarse una salpicadura de aceite de la sartén: tenía un ojo morado, a la funerala. La cara como un mapa. El marido estaba detrás, iba con ella, y a él no se le veían golpes ni magulladuras. Juraría que en sus ojos flotaba un rastro de culpabilidad.