El piloto de la calefacción salta cuando menos se lo espera uno, dejando la casa helada para el resto del día. La conexión a internet continúa fallando a ratos y, de pronto, cuando eso sucede, las páginas sólo son pantallas en blanco con mensajes en los que avisan de este modo: “Internet Explorer no puede mostrar la página web”. El teléfono fijo suena una vez al día, en horario de mañana. Si uno lo descuelga, alguien dice llamar desde Jazztel, o desde Ediciones del Coleccionista, o desde cualquier empresa dispuesta a torturar al oyente durante veinte minutos para venderle una ganga. En esas cuestiones, el chico bueno y paciente se ha acabado, y uno lo resuelve en tres segundos, los que se tarda en decir: “¡No me interesa, gracias!”, y colgar antes de que puedan añadir una palabra o una excusa o siquiera despedirse. Afuera, se oye al chatarrero por un altavoz, anunciando su llegada en el camión.
Si abre uno la ventana, los hedores a orín ascienden desde la acera, desde las ruedas y las puertas de los coches y desde las esquinas de los zaguanes. Cada día más fuertes. Tanto, que hay que dejar de respirar para no marearse. Las palomas desertan de las cornisas próximas, con un vuelo asustado, cuando uno sube la persiana o se asoma. Allá donde mires descubres su rastro de mierda, que en ocasiones parece un cuadro abstracto de algún impostor del arte. Junto al pis sube un estruendo que hace asomar a los vecinos de sus casas y apostarse en la entrada a los dueños de las teterías y de otros negocios, para ver el espectáculo: un fulano tira objetos arrumbados en uno de esos remolques en los que los obreros apilan la tierra removida, los cascotes, los muebles que ya no sirven y los ladrillos rotos. Por fin saca un lavabo y lo parte contra el suelo, dejándolo caer tres o cuatro veces. Del lavabo roto extrae el grifo y se lo da, nadie sabe por qué, a la alcohólica tumbada en un jergón junto a uno de los bancos de la plaza. En el portal hay albañiles en mitad de un chaperón. Si sale uno afuera, en las aceras debe esquivar los muebles caídos, las grandes manchas de orina que cubren el suelo, los cagajones de los perros. Un coche mal aparcado provoca una cola de tres coches y sus dueños, frenéticos, aporrean el claxon. Se cruzan palabras airadas entre los que esperan y quien los ha hecho esperar con su vehículo. En la calle, tendido sobre la rejilla de calefacción del metro, un ser humano envuelto en una alfombra. Sólo se le ven los zapatos. Por tanto, no se sabe su sexo. Parece un cadáver recién empaquetado por la mafia. Nadie se detiene a comprobar si aún le late el corazón. Tú tampoco, ya que te has acostumbrado a que sea el lecho de los vagabundos, siempre tapados hasta la coronilla para que no les perturben la luz y el ruido. Jóvenes policías piden la documentación a los camellos. Un grupo de hombres comparte un cartón de vino y dos litronas. Dos negros cantan alguna canción tribal, que suena a africano, y mientras tanto danzan por la acera. Recuerdan a los bailes que se pegaban en el escenario los hermanos Jake y Elwood, o sea, The Blues Brothers.
En las noticias de la televisión, en la prensa, una palabra sobresale del resto: “Crispación”. Crispación política, crispación vecinal, crispación de famosos de medio pelo. Las tiendas están abiertas a la una de la tarde y también a las siete y media, lo cual es un lujo. En las calles no falta la gente, tampoco en los vagones del metro. Se notan las prisas, el ruido, el jolgorio, el ritmo desenfadado cuando se aproxima la noche. Al acostarse, uno concilia el sueño en seguida porque su sueño lo arropa el ruido nocturno, al que está habituado. Efectivamente, no hay duda: estamos en España.