Si uno escribe por las mañanas, en casa, con el móvil encendido, se expone a que lo bombardeen desde otras empresas de telefonía, desde El Círculo de Lectores y otras firmas con comerciales entrenados para comerle a uno la oreja con su cháchara de ofertas. Pero uno no puede apagar el móvil porque necesita tenerlo disponible para amigos y familiares. Aún es peor con un teléfono fijo. Yo llevaba sin un fijo un montón de años: diez, o quizá más. Carecer de él suponía cierta clase de felicidad. Pero en el contrato de Telefónica que me sirve la conexión a internet viene incluida la tarifa plana de la línea de teléfono. Como aún no sé si cambiaré de servicio o no (en las últimas semanas ha mejorado la conexión, pese a que ningún técnico apareció por el piso), el domingo por la tarde compramos uno de esos teléfonos inalámbricos de veinte euros. Ya que uno paga esa tarifa, hay que aprovecharla. Al día siguiente le di el número de teléfono sólo a un par de familiares y a mis amigos más cercanos. Ese mismo lunes sonó el aparato. Al ir a responder, al otro lado se cortó o hubo algún problema. No volvieron a llamar y no supe de quién se trataba. Pero me extrañó que fuera alguna de esas personas a las que les había dado mi número.
El martes por la mañana sonó de nuevo. Fui a responder y no aparecía ningún número en la pantalla. Al otro lado escuché la voz de un argentino y, al fondo, un jaleo propio de oficina. Se trataba de un comercial de una empresa de telefonía e internet (creo que Ya.com, si no entendí mal). Antes de que yo pudiese protestar, comenzó el habitual tiroteo de frases repletas de ofertas. El tío se lanzó a hablar de números, de velocidades de conexión, de facturas, de routers, de ordenadores, de tarifas y demás jerga de los vendedores de esta clase de empresas. Apenas habían pasado veinticuatro horas desde que puse el teléfono fijo y ya me estaban arrojando bombas de publicidad a la oreja. No quise cortarle abruptamente, ni colgar el auricular porque esta gente hace su trabajo y porque he conocido a personas que trabajaron de comerciales en línea y les disgusta que les cuelguen el teléfono o uno se muestre borde. Uno, ante todo, trata de ser amable y educado. Diez minutos después del rollo alusivo al paraíso que me ofertaban si cambiaba de empresa, el orador dijo que yo tenía que tomar una decisión, y que debía hacerlo antes de colgar. Empezó a hablar así: “Entonces yo le envío un router y…” De modo que intenté cortarle: “Mire, no lo sé. Tendré que pensarlo”. Respondió que estas ofertas duraban muy poco y lo importante era que no colgase el teléfono. Luego dijo que iba a pedirles permiso a sus superiores para volver a hacerme una segunda llamada, otro día. Contesté que no, que no era necesario: “Mire, si me interesa, ya me pondré yo en contacto con ustedes”.
Me hizo aguardar unos segundos y se puso al aparato otra persona. Una superiora, también argentina. Soltó un rollo similar, más agresivo. Pero son muy buenos en su oficio y a uno le cuesta deshacerse de ellos con amabilidad. Me preguntó por qué tenía que pensármelo, cuál era el problema, aludió a si no contaba con la capacidad de tomar una decisión propia, yo llevaba colgado al teléfono veinte minutos. Agotado, opté por la única solución: ser poco amable. Dijo: “No hay nada que pensar: somos mejores que Telefónica”. Respondí: “Claro, ¿qué iba a decir usted?” Empecé a exaltarme, a decirle que no tenía tiempo, que esas cosas deben pensarse unos días, que nadie me garantizaba que ellos fueran mejores, que no se toma una decisión de un minuto a otro. Mi tono furioso la persuadió. Me dio las gracias y, por fin, colgó.