Nos recomendaron subir al barco que sigue la ruta de los canales de la ciudad. Hicimos caso del consejo un sábado, después de comer. Dicho barco parte del Embarcadero del Palacio Rohan, y el trayecto dura alrededor de una hora. Dentro, junto a los asientos de plástico para los pasajeros, incorporan unos cascos individuales y un panel de mandos para que cada uno ajuste el volumen y escoja su idioma. Los idiomas disponibles son: francés, alsaciano, alemán, inglés, italiano, español, neerlandés, chino y ruso. Mientras el barco navega despacio por las aguas del Ill, siguiendo el camino que rodea el centro de la ciudad, una voz relamida va relatando capítulos de la historia de los habitantes, los monumentos, las plazas y los edificios. No faltó el rosario de salvajes episodios en los que torturaban, despedazaban y ejecutaban a los reos condenados a muerte; algo que, aparte de su condición escabrosa, amenizaba el viaje. Desde el interior del barco pueden verse lugares e inmuebles emblemáticos que, quizá, de otro modo no hubiéramos visto: las fortificaciones medievales, la Gran Esclusa, las iglesias de San Juan, San Pablo, San Pedro el Joven, el Palacio del Rin, el Parlamento Europeo, el Palacio de Europa o el Palacio de los Derechos del Hombre, así como la fachada del edificio del canal cultural de televisión, Arte, y los Puentes Cubiertos, cuyo interior atestado de efigies arrumbadas habíamos recorrido en el primer fin de semana. Los barcos salen cada media hora y suelen ir atestados de gente. Por supuesto, oí a un par de personas hablando en español. El caso del tipo que se me sentó a la izquierda me pareció notable: leía el panfleto que dan en las taquillas del Embarcadero en español, pero escuchaba la grabación en otro idioma.
En mis días en Estrasburgo me fijé también en los mendigos y vagabundos. Tres o cuatro de ellos, pertrechados de gorros, mascotas y botellas de vino, se apostaban a diario justo al lado del McDonald’s de la Place Kléber. No vi tantos como en Madrid, ni tenían el aspecto tan mugriento de nuestra capital. Pensé que acaso fuese debido a que sus suelos y sus parques no están tan sucios como los nuestros. De hecho, por las calles encontré muy pocos. La mayoría, descubrí luego, estaban acampados en el barrio de las chabolas que hay cerca de la estación de trenes, junto a las vías del ferrocarril. Cada chabola, confeccionada con maderas, chapas y cartones, contaba con su propio huerto: una parcelita de terreno mínimo donde cultivaban sus verduras y sus legumbres, para no morirse de hambre ni consagrarse sólo a la calderilla de la caridad pública. El panorama, visto desde la ventana del tren, era desolador. Y me alegré de verlo. Porque es la huella que nos revela que incluso las ciudades más prósperas y pacíficas contienen su alto porcentaje de infelices y desheredados. Conviene no olvidarlo.
Recomiendo la visita a la ciudad. Pero tres o cuatro días bastan para visitarlo todo y probar lo esencial. He procurado cumplir con lo que un viajero debe hacer en territorio extraño: beber su vino y comer su comida, patearse las calles, frecuentar los bares, atisbar los monumentos emblemáticos, olfatear el aroma de la juerga nocturna, apegarse a alguna de las costumbres, visitar sus museos y sus librerías en la medida de lo posible, observar a los ciudadanos. He intentado, además, contar mis experiencias y mis caminatas con fidelidad y rectitud, arriesgándome a provocar el cansancio del lector, que podría saltarse estas líneas y pasar página cada día que lo he torturado: a su paciencia se deben estas breves crónicas viajeras y quien las dispuso.