Aún quedan varias anécdotas que contar pero, coincidiendo con mi regreso a España (ansiado: como en casa no se está en ningún sitio), prefiero resumirlas en un par de artículos para no fatigar al lector. Hace unos días conté que no encontraba el monumento a Goethe, a pesar de haberlo buscado con ayuda de un plano. Dice Julio Llamazares en uno de sus libros, y cito de memoria, dado que al escribir estas líneas, aún en el hotel, no tengo a mano mis papeles y mis documentos, y por tanto es posible que el recuerdo deforme la cita: “El viajero, cuando no sabe qué hacer, deja que se lo diga el destino”. En otras palabras: que a veces aprovecha más prescindir de los mapas y echarse a andar, con la esperanza de que el azar y el vagabundeo nos conduzcan a lugares inesperados o en los que anide la sorpresa. Por eso, una tarde, deambulando por ahí, en Estrasburgo, para ver de cerca la fachada de un viejo templo, topamos sin proponérnoslo con Goethe, delante del Palacio de la Universidad. Su reproducción sujeta un bastón en la mano derecha, tiene un pie adelantado con respecto al cuerpo y el brazo izquierdo reposa detrás de la espalda. Su actitud es noble y pedí que me hicieran una fotografía junto al monumento. Di, también, con otras tiendas de cómics y librerías, de animados y coloristas escaparates.
En el restaurante Le Gruber, en la Rue du Maroquin, a un paso de la bellísima catedral, comí una ensalada tradicional que incluía tiras de queso y de cebolla y que mi paladar agradeció sobremanera. Dentro de ese local probamos el chucrut. Creo que algunos ingredientes secundarios varían, dependiendo del cocinero y del restaurante. El enorme plato de chucrut se parece a un cocido sin la sopa ni los garbanzos de turno. El que yo degusté, en Le Gruber, estaba compuesto de col desmenuzada, salchichas, patatas, morcilla, panceta, lacón y paté. En las tiendas de especialidades alsacianas lo venden ya preparado y metido en tarros de cristal, pero supongo que no es lo mismo: además, el aspecto exterior, con la col y las salchichas apretujadas contra las paredes del bote, lo asemejan a esos fetos de animales que conservan los brujos de las películas. Comí también unas tajadas de pan con foie-gras. En otra bandeja nos pusieron lonchas de pan de aceitunas: suena raro, pero estaba rico, como si uno untara la miga en la salmuera de un plato de olivas. En otro restaurante, a la orilla del Ill, cerca de un plátano milenario, probamos las célebres “tartes flambées”, que anuncian en el menú de la entrada de todos los establecimientos de comida típica. Estas tartas flameadas, de origen campesino, son un sucedáneo de la pizza, elaborado con una masa muy fina y servido en una plancha de madera; los ingredientes, al igual que la pizza, son variados y cada restaurante tiene sus recetas. No olvido un postre de chocolate parecido al mouse, pero más espeso y suculento. Cualquier bollo, tarta o pastel que incluya chocolate, por estos lares, casi hace que a uno se le salten las lágrimas con cada bocado. Demasiado exquisito para ser cierto. Estas comidas de fin de semana me vinieron bien para contrarrestar los frugales sándwiches que comía, por mi cuenta, en el hotel.
Una mañana de domingo fuimos hasta el edificio que alberga la Ópera de Estrasburgo, en la Place Broglie. Junto al teatro habían colocado una reproducción del Caballo de Troya, de alrededor de unos seis metros de altura y construido con madera. Un fuerte y agradable olor a madera me inundó las fosas nasales cuando me aproximé a verlo de cerca. Un sol generoso abrasaba las aceras, y se notaba en las calles ese sosiego dominical que inflama el ánimo.