Viendo de reojo un telediario, durante la comida, describen un funeral que afectó a la Casa Real y que los medios de comunicación han convertido en un circo, centrando su atención en aspectos y personas que ni siquiera deberían interesar a la opinión pública. La voz en off apunta que la Reina estuvo pendiente de los padres de la difunta, que en sus facciones se reflejaba el dolor, que el personal asistente se veía roto por la pérdida. Lugares comunes y obviedades: eso mismo sucede en cada entierro. Pues, ¿qué esperaban? Tal vez olvidaron que los monarcas son seres humanos, que también sufren y lloran y se compadecen del prójimo. Después salen los expertos de turno: ahora resulta que los niños tienen estrés. Estrés infantil, lo llaman. Por ir a clase y hacer los deberes. Recomiendan a los padres que lleven a los niños a clases de yoga, para que alivien ese supuesto estrés infantil y se recuperen y estudien mejor. Entonces me pregunto en qué clase de país estamos, y por qué esa necesidad de sacarse cada semana de la manga una chorrada nueva. Ahora todos tenemos estrés: quienes trabajan y quienes están en el paro, los hombres y las mujeres, los padres y los ancianos, los niños, las mascotas y supongo que incluso las plantas del balcón. El telediario me deprime. Me desquician esos lugares comunes y estos nuevos inventos mediante los que los expertos se empeñan en etiquetarlo todo. También escucho términos políticamente correctos. Antes de llegar al postre siento la necesidad de vomitar tras oír tanta basura. Me lo merezco, por cambiar a Los Simpson por las noticias.
En los servicios de un bar, mientras uno orina, pueden leerse inscripciones, juramentos, sentencias y citas en las paredes. Pero, en el servicio de este garito en el que estoy las frases y citas las han escrito a máquina (o a ordenador) en pequeñas y alargadas tiras de papel que decoran los muros del urinario. Algunas son una tontería y otras son explosiones de verdad. Memorizo una y, al salir, la anoto en el móvil: “Vosotras siempre pensáis lo mismo porque pensáis que nosotros siempre pensamos lo mismo”. Me gusta. Doce horas después, en un andén de metro, veo una hoja de papel con una nota. La han arrancado de un cuaderno y la han adherido con celofán a la pared. Está escrita a mano, con bolígrafo y mediante una caligrafía deficiente. En ella, un hombre que firma al final dice que se le ha extraviado el pasaporte, y que, si alguien lo ve y tiene “buen corazón”, que haga el favor de ponerse en contacto con él. Le recompensará si se lo devuelve. Hay un número de teléfono para llamar al tipo y por el nombre y los apellidos se sabe que el individuo es, posiblemente, un inmigrante recién llegado de Latinoamérica. Imagino su angustia y su desamparo, buscando su documentación en los andenes del metro y en las escaleras mecánicas, desprotegido y temblando.
En el restaurante donde encargo kebabs para llevar me encuentro con una sorpresa. Antaño había escrito aquí que los dueños ponían cada vez menos cordero en el bocadillo, aprendiendo así de esa costumbre española de dar menos y cobrar más. Pero últimamente han vuelto a engordar el kebab con mucha carne. La sorpresa se da cuando, en una noche de sábado, esta vez entramos a cenar al local. Pido el kebab de siempre, y es casi el doble de grueso de lo que suele ser habitual. La sorpresa, se entiende, es grata y beneficiosa para mi hambre. Tras esa cena, entramos en un garito de flamenco. Un fulano al que se le ha caído un tornillo, y a quien ya había visto por allí, va por la barra preguntando a la gente si no le “sobrará un porrito”.