Los guiñoles, esos muñecos con los que uno disfruta tanto, nunca se superarán a sí mismos tras la creación de José María Aznar. Es el mejor monigote del programa, con sus simpáticas maneras de golfo y caradura. Llevaba un tiempo sin echarle un vistazo a este espacio y la otra noche vi un par de minutos en televisión.
Me hizo reír el modo en que han actualizado el guiñol de Aznar: le han puesto esa melenilla trapera que se ha dejado ahora y que le hace parecer un señorito español de los años setenta recién salido de una peluquería de pueblo, pródiga en caspa y en destrozar la imagen de los clientes que se sientan en el sillón. Vivimos tiempos confusos: si estuviéramos en los setenta, a Aznar lo hubieran cogido para engrosar el reparto de las películas de destape, chaquetas de pana y seductores ibéricos, en vez de obligar al pobre hombre a dar conferencias por el mundo. Porque esa es la imagen que tiene ahora. Relajado. Campechano. Resabiado. Un guay, como suele decirse. Cuanto más pelo se le amontona en el cogote, menos tiene en el filtro de sopas del labio superior. Si le borraran por completo el mostacho y le colgaran del cuello una guitarra, daría el pego en un coro de iglesia. Puede que Aznar sea el único hombre de su edad al que le sienta mal la melena. Tampoco le quedaba bien el pelo corto, aunque no fue esa la opinión de las acaloradas señoras que iban a los mítines a gritarle “¡Tío bueno!” y “¡Guapo!”. Como al ex presidente le gusta dar carnaza a los medios, hace poco protagonizó un pequeño escándalo yanqui: se fue de un almuerzo-coloquio, antes de comenzar, porque había periodistas españoles entre los invitados e iban dispuestos a preguntarle por el asunto de Guantánamo. Dejó a los comensales con las ganas de probar la paella, que era el plato estrella que prepararon. Unas semanas antes, pudimos soltar unas carcajadas tras oírle hablar en italiano. Aznar siempre es motivo de habladurías, y ahí está su única virtud: lo mismo sirve para un suelto que para un breve o un reportaje. Podríamos llamarlo el Chiquito de la Calzada de la política si no fuese porque su intención nunca fue la de hacer reír, sino todo lo contrario.
Pero el guiñol del ex presidente, aunque simpático, en el fondo es lo contrario al individuo al que representa. Nos basta con verlo en la tele, paseando esa arrogancia propia de la vieja derecha: malos modos, declaraciones bordes, estampidas de un restaurante si hay periodistas españoles, sentencias lapidarias que sólo despiden rencores, ideas caducas sobre la Historia y sobre España, y una visión añeja, amén de esas frases que ha soltado recientemente sobre su conocimiento, ahora, de que en Irak no había armas de destrucción masiva. Sabemos de sobra que no habla por su boca, sino por la del jefe americano, igual que los muñecos de los ventrílocuos. A pesar de ser un personaje tan chusco, disfruto con sus intervenciones. Rodríguez Zapatero, en cambio, aunque tiene buenos modales y la cabeza mejor amueblada, es demasiado soso. Le falta la capacidad de generar titulares a la velocidad del tipo al que sucedió. Carece de esa chispa y ese gracejo de Aznar cuando habla en español con acento tejano, en inglés yanqui o en italiano. En YouTube han colgado un vídeo musical en el que mezclan la canción “El antihéroe” de M-Clan con un montaje de las apariciones del guiñol de Aznar, siempre disfrazado de otros personajes: de espía, superhéroe, profesor chiflado, Doctor Maligno, marciano, bebé, torero, Rambo, soldado y hasta de Julieta. Este hombre es un filón para admiradores y detractores.