En el círculo de amistades en el que me muevo en Madrid (casi todos zamoranos, por cierto) hay un alemán y un polaco. El alemán estuvo viviendo unos cuantos años en España y lo conozco desde hace tiempo. Al polaco, en cambio, me lo presentaron el año pasado. Cuando organizan fiestas y cumpleaños, entre los invitados suele haber gente de otros países que estudia o trabaja en Madrid. Cuando aún residía en mi ciudad natal, una noche un colega trajo a Los Herreros a un tipo alemán del que nos había hablado y con el que vivía o estudiaba en Madrid. Pronto se interesó por nuestras costumbres, como la ruta de tapeo, la incursión nocturna en Los Herreros, la Semana Santa y los gracejos mediante los que pasamos el rato en los bares. Hace tan sólo unos meses le ofrecieron un trabajo en su tierra, en Alemania. Lo aceptó. Pero parece que su alma se ha quedado atrapada en España, porque regresa cada poco. En realidad, en Madrid se han quedado sus amigos, su espíritu festivo, sus antiguos compañeros de piso y su pareja. En una fiesta que dieron recientemente, él se trajo incluso a sus padres: al país, y también a la fiesta.
Este alemán y este polaco estudiaron en Madrid. Uno curra en la ciudad y, el otro, ya digo que recibió una oferta de trabajo en Alemania que no pudo rechazar. Si hablo hoy de ellos es porque me asombra la manera en que se han adaptado al país. Aparte de manejar con una soltura envidiable el castellano, que para sí quisieran muchos de los políticos ibéricos que dan la brasa en el Congreso de los Diputados, son capaces de captar todos los dobles sentidos de nuestras bromas. Y lo que resulta más divertido: ellos mismos utilizan los juegos de palabras y los tacos propios de los españoles. Eso no es habitual: cuando uno habla con extranjeros y suelta alguna frase hecha o algún juego de palabras intraducible a otros idiomas, los extranjeros suelen permanecer perplejos, y entonces nos toca intentar explicarles los dobles sentidos; por supuesto, nunca somos capaces de hacerlo y al final no entienden el chiste. A mí me ha ocurrido, y es frustrante no lograr que te entiendan. Con estos dos colegas, en cambio, no hace falta: se han adaptado a los gracejos y los dobles sentidos y los sueltan por doquiera que van. Se sienten tan españoles que, a veces, los he visto ponerse camisetas del toro de Osborne y otros símbolos y emblemas típicamente hispanos.
Suelo verlos en fiestas y reuniones especiales. Y a veces, aunque nunca digo nada, siento cierto rubor delante de ellos y me cohíbo: siento vergüenza ajena por este país cuando me pregunto si ambos habrán leído esas declaraciones en la prensa en las que se hace carnicería de los inmigrantes, o esos debates televisivos entre exaltados en los que se presenta al extranjero que entra en España como un tío con navaja en el bolsillo, y a la extranjera como a una mujer que viene a hacer la calle o a conseguir un marido para obtener los papeles. Entonces suelo ponerme en su lugar. Imagino que yo soy el que está en Alemania, o en Polonia, estudiando aún o trabajando en la escritura, y que aprendo bien el idioma y me adapto y luego leo la prensa y tropiezo con una retahíla de frases xenófobas. ¿Qué pensaría yo en ese momento? Probablemente, hiciera la maleta y me largara con viento fresco. Nos queda el alivio de saber que no todos piensan, pensamos, de ese modo. Cuando recuerdo a este alemán y a este polaco (y a un par de escritores latinoamericanos que viven aquí y a quienes conozco personalmente), y leo esa basura hostil al extranjero que escriben algunos columnistas, sólo puedo sentir asco y rubor. Porque mis colegas también son inmigrantes.