Por unas u otras razones he ido aplazando la incursión en este tema. Debería haber escrito de ello hace unos días, cuando un lector y amigo me pidió por correo electrónico que le contara algo de Alcorcón. De entrada, he de reconocer que nunca he estado allí y que sólo sé de los disturbios lo que leo, escucho e intuyo. No obstante, me quedo con un par de declaraciones que hicieron algunos jóvenes de Alcorcón ante las cámaras de televisión. Fue el sábado. Uno de ellos (y el otro dijo algo similar) afirmó que los ánimos se habían caldeado en la última semana por culpa de las informaciones periodísticas surgidas desde la reyerta donde apuñalaron a un muchacho. Dijo que los periodistas habían insistido en que, en Alcorcón, son racistas y que eso no era cierto. Es curioso: yo llevaba dos o tres días pensando lo mismo que aquellos jóvenes.
En principio, no se fíen demasiado de la tele. Tiende a desvirtuar la realidad de un modo que no lo hacen otros medios, como la prensa y la radio, donde hay más tiempo y espacio para la reflexión y el análisis. Hemos vuelto a generalizar con nuestras etiquetas y prejuicios: “en Alcorcón hay españoles racistas y en Alcorcón hay bandas de inmigrantes que siembran el terror”. Ambas etiquetas sólo pueden ser un engaño. Volvemos a apuntar que la vida no es en blanco y negro, sino que hay matices: en Alcorcón habrá racistas y antirracistas, y habrá bandas que siembren el terror y otras que estén a lo suyo, habrá gente amable y habrá gente canalla, y la naturaleza de ambas no depende del color de la piel o del lugar donde uno haya nacido. Decía que no se fiaran de la tele. Tampoco se fíen de las declaraciones de los políticos. A los socialistas les interesaba decir que no era un problema de bandas; a los populares les interesaba acusar sólo a los inmigrantes. Y, así, lo que empezó siendo una pelea de chavales se ha convertido en la excusa para que este hatajo de mangantes que son los políticos se atribuyan una medalla desde sus tribunas. Hoy, la excusa es Alcorcón; mañana mirarán hacia otro asunto en el que hincar los colmillos de cara a las elecciones y olvidarán Alcorcón. Es así de simple. El caso es que peleas callejeras de esta índole suceden en todas partes. En mi barrio, Lavapiés, aunque ahora las cosas parecen más tranquilas, he visto demasiada violencia, como ya he contado aquí, desde palos y charcos de sangre hasta cargas policiales, algún machete de añadidura y los puños y las botellas volando por los aires. Aquí se han preparado pardas pero, por el motivo que sea, nunca han interesado a la prensa ni a los políticos de turno. Lo mismo vale para otros barrios, de los que tenemos noticia sólo por los periódicos locales y por las secciones madrileñas de algún diario nacional. Estoy harto de ver reyertas y de leer las pequeñas noticias al respecto. Esto no es nuevo. Las peleas son variadas: entre españoles, entre inmigrantes, entre bandas, entre borrachos, entre mafias, entre camellos. ¿Saben, siendo críos, qué nos atemorizaba en mi ciudad, Zamora? Las broncas entre las bandas, entre las pandillas de los barrios bajos, que, se decía, utilizaban en sus reyertas los palos, las cadenas y las navajas. Bandas. Violentas. En los ochenta. Nada nuevo bajo el sol.
Lo más triste de esto, aparte del oportunismo político y del enfoque televisivo, es lo de siempre: que los jóvenes de clase baja, en lugar de combatir al sistema que los aplasta, luchan entre ellos. Leí hace días una novela sobre las bandas de los años cincuenta en Harlem: “Tómatelo con calma”. En ella, la máxima aspiración de los protagonistas no es salir de la pobreza, sino dominar a las bandas rivales, olvidando que el futuro no está en una bronca callejera. Seguimos igual.