Si uno trasnocha y sale de juerga en una ciudad grande y se aleja demasiado de su barrio, existen varias maneras de regresar a casa sin vehículo propio: a pie, en taxi, en autobús nocturno y en metro si entra antes de la una y media de la madrugada o después de las seis de la mañana. A veces me toca hacerlo de las tres primeras maneras. Si, por ejemplo, salgo de la casa de un colega o de un bar lejano y no encuentro paradas de taxi ni servicio nocturno de autobuses, primero hay que usar las piernas y patearse las aceras hasta encontrar uno de los dos. Lo más fácil es toparse con una parada de bus. El problema es que nunca van a donde uno quiere. Casi siempre terminamos el viaje por Cibeles, por donde confluyen los noctámbulos, los taxistas, los borrachos, los barrenderos y los que van a trabajar temprano en domingo o vuelven de cumplir su turno. Desde Cibeles hay tres formas de llegar a casa: de nuevo a pie; en otro autobús si uno tiene la suerte de encontrar el que no le deje muy lejos de su barrio; o en taxi. En Cibeles me resulta imposible conseguir un taxi libre. Las esquinas suelen estar llenas, a las tantas de la madrugada, de gente que también acaba de bajarse del búho y busca un hueco en un taxi. Incluso aunque uno haga cola, los taxistas siempre pararán antes o después de donde estaba uno, cumpliendo así con los postulados de la famosa y temible Ley de Murphy. Lo más socorrido y seguro es regresar a pie, salvo que uno tope con atracadores; la semana pasada dijeron, en un periódico, que habían detenido a unos chavales que robaban a quienes volvían ebrios a casa de noche. Pero ir a pie a las cinco de la mañana, cuando uno ya está cansado, termina siendo una tortura, especialmente si le aprieta el hambre o el cansancio le doblega.
Viajar en estos autobuses nocturnos es toda una experiencia. El personal suele ir cocido hasta las orejas. La gente sube con copas en las manos. Se tambalean por culpa de la bebida y los traqueteos del bus. En la prensa a menudo salen historias: de tipos que sacaron un arma y dispararon al techo en mitad del trayecto, asustando al conductor y al resto de los pasajeros; de hombres que se pelean o amenazan al individuo que va al volante. Una noche viajamos en un búho que llevaba a bordo a un par de vigilantes de seguridad. No es raro ver a alguien que, en los asientos de la última fila, se ha dormido de regreso a casa o a ninguna parte.
Luego está el caso de los taxistas. Ciertas noches y algunas madrugadas es imposible encontrar un taxi. Si lo encuentras, no está libre. Si está libre, es posible que el conductor, cuando le des la dirección, no quiera llevarte. Me ha sucedido ya varias veces: “Hola, vamos a la Plaza de Malasaña”. Y responde: “No, yo allí no voy”. O, también: “¿Me lleva a Lavapiés?” Y la respuesta: “A Lavapiés yo no llevo a nadie”. O, si el tipo no es agradable ni recibió clases de amabilidad en la infancia, suelta un seco y rotundo: “No”. Y arranca. Si esa noche hay un cruce de circunstancias de buena suerte y todo sale bien, es decir, si ves un taxi y tiene luz verde y lo paras y el tío acepta llevarte a donde pides, queda otra posibilidad: que sea un borde o que, mediante su silencio, adviertas que el aire está helado, que al hombre no le agrada su trabajo o no le gustas tú o está harto de ir a barrios que, a priori, son peligrosos. He topado con taxistas que aceptan llevarme, pero luego, durante la carrera, dicen: “Desconfío de este barrio. No me gusta traer aquí a los clientes. Me han atracado dos veces”. Hay excepciones, como siempre en esta vida: a veces uno encuentra un taxista amable, simpático y hablador. Pero, en cualquier caso, volver es una travesía con sorpresas.