Contemplo con admiración la manera en que mis amigos se adaptan a su papel de padres. Pero no hablo de padres en el sentido de tipos que han ayudado a engendrar un hijo y luego se han echado a dormir mientras sus mujeres se encargaban de todo. No. Me refiero a padres comprometidos con su responsabilidad. Gente que, de momento, está al pie del cañón. Voy de visita y los amigos con los que estudié en el colegio, con quienes he atravesado desde entonces el tiempo y una amistad a prueba de balas, mecen en sus brazos a los bebés recién nacidos, los cogen con las manos con habilidad y fuerza y delicadeza, les cambian los pañales, les dan el biberón, los incorporan para que expulsen el aire con una suave palmada en la espalda, les hacen fotografías y hasta se permiten soltar algún chiste que los hijos, cuando crezcan, ya se encargarán de cobrarles mediante disgustos. Me fascina que este manejo, estos cuidados, este amoldarse a lo que requieren los niños recién nacidos, lo hayan absorbido en un día, con la rapidez con la que un animal se adapta al medio.
Cuando ellos me preguntan si quiero coger a un bebé en los brazos, en seguida rechazo el ofrecimiento. No crean que lo hago por mantener mi reputación de tipo duro (aunque también), sino porque me da respeto encargarme de algo tan frágil y minúsculo. No quiero que ningún padre, ningún amigo, me coloque encima de los hombros esa responsabilidad. Sorprende ver cómo han cambiado los tiempos. Treinta, cuarenta, cincuenta años atrás, es posible que estos padres estuvieran en el bar de la esquina mientras sus mujeres recibían a las visitas con una mano y con la otra cuidaban a los bebés. Al menos, son las historias que los de mi generación hemos oído siempre: por lo general, historias acerca de padres que pasaban de empujar el cochecito, dar el biberón o encargarse de los pañales. Para eso “estaban las mujeres”, ya saben. Los nuevos padres, me parece a mí, son diferentes. Arriman el hombro. Han aprendido que ser padre no significa sólo fecundar el óvulo y comprar la comida. Mis amigos toman en brazos a sus hijos y uno sabe que, volcándose en esa obligación, no sólo están aliviando la tarea de las madres, sino poniendo su grano de arena en la creación del niño. Cuando uno va por la calle, es frecuente ver que el padre es quien empuja el coche del bebé. Porque la educación de un muchacho compete a los dos.
Dice Tomás Hernández Castilla, poeta y amigo, que tener hijos le cambió la vida. Cambió su perspectiva de las cosas, del mundo, de la poesía y de la literatura. “Observándolos, aprendo mucho”, me dice siempre. Y los tuvo a una edad en la que no es costumbre ser padre o madre. Él los observa, mira su sed de aprendizaje y, así, él mismo regresa con paso dulce a su infancia. Jamás mantuvimos una conversación en que no mencionara a sus hijos y el placer que le procuran. Otro de mis colegas, padre y compañero de blog, se pregunta en un post: “¿Cómo pude vivir treinta y un años sin ellos?” Maravillosa sentencia. Probablemente, cuando todos estos hijos crezcan y entren en el terreno resbaladizo de la adolescencia, los padres se abrumarán de preocupaciones. Porque, si los hijos de ahora somos especialistas en hacer sufrir a los padres, no lo serán menos las próximas generaciones: salir de noche, juntarse con extrañas compañías, conducir un coche, volver de madrugada, emborracharse a temprana edad, fumar a escondidas, perder el virgo. Vivir y experimentar, en otras palabras. Aparte de los bebés de mis colegas de pandilla, espero la llegada de nuevos muchachos: los hijos de mis primos.