Me gustan los Oscar: la ceremonia, el tinglado que montan y el glamour de las estrellas y de quienes no son estrellas y sin embargo comparecen en una edición y luego no vuelven porque se sienten incómodos y ajenos al espectáculo: estos últimos son los que no se casan con nadie y aún menos con Hollywood. Desde hace años no podemos seguir la retransmisión en directo en la tele, como era mi costumbre antaño, cuando permanecía despierto toda la noche, luego dormía una hora o ninguna y me iba a clase, con las ojeras por las rodillas y cara de muerto viejo. Cuando los Oscar pasaron al canal de pago, estuve unos años escuchándolos por la radio. Luego me cansé, porque no es lo mismo. Además, en la radio siempre meten en el equipo a un listillo que equivoca los nombres de los presentadores, cree que a un actor le han cortado mal el pelo (ignorando así que la imagen de los actores depende del personaje que esos días interpreten), comete errores garrafales en su archivo de datos cinematográficos y no tiene ni idea de la procesión en la que le han embarcado. Hoy nos queda otra posibilidad, y es seguirlo por internet, apoyadas las noticias por los comentarios de los corresponsales. Pero difiere bastante de la televisión: imaginen seguir un partido de fútbol por internet: pierde su emoción, supongo.
No obstante, en los últimos años he experimentado un desencanto respecto a la fiesta que monta Hollywood. Dicho desencanto tiene parte de la culpa de mi renuncia a escuchar la retransmisión por la radio, como acostumbraba a hacer cuando era un estudiante. En vez de permanecer despierto, bebiendo té y comiéndome las uñas, prefiero irme a la cama y ver la lista de resultados a la mañana siguiente, y los resultados son a veces decepcionantes. El desencanto se acentuó esta semana, tras leer el excepcional libro de Peter Biskind titulado “Sexo, mentiras y Hollywood”, especie de continuación de aquel otro del que les hablé, “Moteros tranquilos, toros salvajes”. Si en este último Biskind radiografiaba la industria en los años setenta, tan espléndidos en joyas y en maestros tras las cámaras, en el primero se mete en las tripas del cine independiente y sus chanchullos. Toma como base el Festival de Sundance y Miramax, la productora y distribuidora de dos de los empresarios más famosos del cine, a saber, los hermanos Weinstein, dueños de unos modales y unas actitudes que para sí quisieran los mafiosos de medio pelo. Los Weinstein amenazan en público y por teléfono a sus colaboradores, los agraden, vuelcan el mobiliario durante una reunión poco satisfactoria para sus intereses, hacen llorar a las actrices en las fiestas, “entierran” las películas de los directores que se les rebelan (es decir: no las promocionan, no las estrenan y las mandan directamente al dvd, como vendetta a la rebeldía) y prepararan otras argucias contra sus competidores que no voy a desvelar aquí.
Sin embargo, los Weinstein son “culpables” de grandes películas: las de Quentin Tarantino, “El Señor de los Anillos”, “El paciente inglés”, “Amor a quemarropa”, “Beautiful Girls”, “El aviador”, “Sin City”. Pero también son responsables de una práctica lamentable, de la que había oído hablar, y que estimuló mi recelo de los Oscar: una práctica consistente en adular a los votantes de la Academia, promocionar sus películas nominadas, prepararles fiestas y pasear a sus actores para lograr el voto. Pero esto sólo pueden hacerlo las grandes empresas: Miramax ya lo es. Por eso un film tan elegante como “Brick” siempre será ignorado. En cuanto a los nominados, mis favoritos son Clint Eastwood y Martin Scorsese. Dos maestros.
No obstante, en los últimos años he experimentado un desencanto respecto a la fiesta que monta Hollywood. Dicho desencanto tiene parte de la culpa de mi renuncia a escuchar la retransmisión por la radio, como acostumbraba a hacer cuando era un estudiante. En vez de permanecer despierto, bebiendo té y comiéndome las uñas, prefiero irme a la cama y ver la lista de resultados a la mañana siguiente, y los resultados son a veces decepcionantes. El desencanto se acentuó esta semana, tras leer el excepcional libro de Peter Biskind titulado “Sexo, mentiras y Hollywood”, especie de continuación de aquel otro del que les hablé, “Moteros tranquilos, toros salvajes”. Si en este último Biskind radiografiaba la industria en los años setenta, tan espléndidos en joyas y en maestros tras las cámaras, en el primero se mete en las tripas del cine independiente y sus chanchullos. Toma como base el Festival de Sundance y Miramax, la productora y distribuidora de dos de los empresarios más famosos del cine, a saber, los hermanos Weinstein, dueños de unos modales y unas actitudes que para sí quisieran los mafiosos de medio pelo. Los Weinstein amenazan en público y por teléfono a sus colaboradores, los agraden, vuelcan el mobiliario durante una reunión poco satisfactoria para sus intereses, hacen llorar a las actrices en las fiestas, “entierran” las películas de los directores que se les rebelan (es decir: no las promocionan, no las estrenan y las mandan directamente al dvd, como vendetta a la rebeldía) y prepararan otras argucias contra sus competidores que no voy a desvelar aquí.
Sin embargo, los Weinstein son “culpables” de grandes películas: las de Quentin Tarantino, “El Señor de los Anillos”, “El paciente inglés”, “Amor a quemarropa”, “Beautiful Girls”, “El aviador”, “Sin City”. Pero también son responsables de una práctica lamentable, de la que había oído hablar, y que estimuló mi recelo de los Oscar: una práctica consistente en adular a los votantes de la Academia, promocionar sus películas nominadas, prepararles fiestas y pasear a sus actores para lograr el voto. Pero esto sólo pueden hacerlo las grandes empresas: Miramax ya lo es. Por eso un film tan elegante como “Brick” siempre será ignorado. En cuanto a los nominados, mis favoritos son Clint Eastwood y Martin Scorsese. Dos maestros.