En ocasiones pido los libros difíciles de encontrar mediante el correo contrarrembolso. Unos meses atrás, aguardando uno de esos pedidos, le pregunté al editor (mediante el correo electrónico) por las razones para la tardanza del pedido. Me lo había servido de inmediato y la provincia desde donde se remitía el paquete era la misma que esta donde vivo. Quise saber si alguna incidencia pudo haber impedido que no llegara a su destino. Me respondió con rapidez: lo había enviado a los pocos días de solicitarle los dos libros. Hizo el seguimiento correspondiente y el resultado del número de referencia le llevó tras la pista: el paquete permanecía estancado en una dirección de Correos del distrito de Embajadores, muy cerca de donde vivo, y donde se ubica el edificio al que me toca ir a recoger o enviar paquetes. Los libros debían estar criando polvo en un estante de la oficina. Le pedí que me dijera el número de referencia y me presenté en la sucursal, con mi carnet de identidad y el susodicho número.
Me atendió el menos hábil: tras el mostrador había un tipo con la mirada del pez. Es esta una expresión que utiliza un amigo mío para referirse a las personas que se duermen en su puesto, o que no comprenden muy bien cuanto les dice uno. Esas personas que, tras fatigarse uno dándoles explicaciones y acudiendo a requerimientos, al rato le responden: “¿Cómo dice? Esto… ¿pero qué es lo que quiere?” O sea, un poco a la manera de Rantanplan, el perro que aparece en las aventuras de Lucky Luke. Tardé un rato en que el hombre comprendiera, e incluso la mujer del puesto de al lado acudió a resolver la situación y hacerle entender lo que yo buscaba: un pedido extraviado, un paquete que no había llegado a su destino o, por alguna misteriosa razón, había sido devuelto. Me lo dieron, pagué la cantidad acordada y luego le escribí un correo al editor. Me dijo que no volvería a fiarse de Correos. El caso es que, midiendo la tardanza, un par de días antes me olí lo que ocurría. El timbre del portal funciona cuando le da la gana, a pesar de los sucesivos intentos de reparación de los técnicos que han venido a tratar de arreglarlo. Todo depende de cómo apriete uno el botón: según parece, si se pulsa con fuerza termina sonando. El edificio no está vacío por las mañanas. Y, aunque lo estuviera, no es óbice para estas tardanzas e irresponsabilidades: se me ocurre que el cartero podría deslizar un aviso por debajo de la puerta del portal, o volver a intentar la entrega de los paquetes y cartas. Porque no ha sido sólo un envío fallido, sino muchos. Algunos editores, libreros y amigos me han enviado sus libros. El resultado difiere: unos paquetes tardan meses en aparecer en mi buzón; otros no aparecen nunca y nadie conoce su paradero; el resto es devuelto al remitente.
Todas las semanas alguien me cuenta que hace siglos que me envió tal o cual libro, o que le han devuelto el paquete. Una de esas personas, cuando le notifiqué que había recibido su libro, incluso me dijo que tenía la sensación de habérmelo enviado años atrás. Hay pedidos, me consta, de los que ni el editor ni yo sabemos nada. Estarán extraviados en algún limbo, como los mensajes de móvil que no llegan y los e-mails que se pierden en algún pasadizo de los laberintos de la red. En cualquier caso, el servicio que a mí me atiende es deficiente. Unos paquetes llegan, otros no. Eso es lo que me escama. Que, si me han llegado algunos avisos, ¿por qué otros no? No trato de acusar a Correos, sino a los carteros de mi barrio. Lo digo para que no me lluevan cartas de lectores que malinterpretan las cosas, argumentando que me meto con todos los carteros del mundo. Y no es eso. Sólo comento que esta sucursal falla.