Durante varias fechas señaladas, como la Navidad o los Carnavales, si existe un local en Zamora que siempre tiene colas ante el mostrador sin duda es La Peseta. Cinco años después de habernos cambiado al euro, este establecimiento dedicado a la venta de máscaras, caretas, pelucas, serpentinas, sombreros, disfraces, juguetes, petardos, barbas postizas, bolsas de cotillón y demás adminículos de broma (en “Top Secret” los llamaban “coñas marineras”) continua haciendo caja con el viejo nombre que le caracteriza. Si La Peseta se convirtiera ahora en El Euro ya no sería lo mismo. Perdería su tradición y su aire clásico. Esta tienda no sólo evoca la infancia y la adolescencia de muchos de nosotros: además, su nombre remite al pasado; y mantener esa vigencia es importante. Recuerdo este local desde que era un chiquillo. Durante un tiempo pasaba a diario frente a su puerta, ya que mis primas vivían en el portal de al lado. El escaparate siempre estuvo (y aún lo está) decorado con caretas de bruja, espadas de plástico, serpientes de goma o bostas de mentira, entre otros artilugios que a veces comprábamos, como el terrón de azúcar que cobijaba una mosca o la máscara de anciano con verrugas. Los petardos, en cambio, jamás fueron santo de mi devoción.
Dado que necesitábamos ciertos afeites para la fiesta de Nochevieja, fui un par de veces por allí. También fueron varios de mis amigos y me contaron que las colas eran larguísimas. Acudí una mañana y vi, en su interior, un atasco de gente. Gente que iba a comprar pelucas, disfraces, bromas y petardos. Me fijé en el horario vespertino de apertura: abrían a las cinco, y decidí volver entonces. Regresé a las cinco en punto y el local se encontraba hasta los topes. La mitad de los clientes estaba formada por muchachos que iban a por petardos. Este año he leído que se intensificó la vigilancia sobre la venta de productos pirotécnicos. Puedo asegurar que a todos los chavales les pedían el carnet de identidad, para asegurarse de que superaban los catorce años (la normativa prohíbe la venta a quienes estén por debajo de esa edad). Algunos se fueron mosqueados al no tener la edad requerida. En Nochevieja, sin embargo, cuando salí de casa a las doce y pico de la madrugada, la ciudad parecía estar en guerra a cuenta de las explosiones y las vaharadas de humo. Y no crean que en los balcones sólo asomaban jóvenes: también tiraban petardos hombres con toda la barba.
En La Peseta, ya digo, compramos la otra tarde unas cuantas pelucas, varios sombreros y unas perillas falsas. A pesar del jaleo de clientes, me gustó que el dueño se tomara su tiempo para mostrarnos parte del repertorio de artículos para disfrazarse que necesitábamos. En mi infancia esta tienda venía a ser como un castillo pleno de tesoros o, si quieren, una gruta preñada de maravillas y posibilidades. “Lo he comprado en La Peseta” es una de las frases características de estas fechas en Zamora. Siempre lo fue, pese a que la tienda salga poco en los medios o a que el costumbrismo local le haya adjudicado la etiqueta de elemento inseparable de la ciudad, como La Farola, la estatua de Viriato o El Puente de Hierro: es decir, una cosa de la que apenas se habla aunque se visite a menudo. Del mismo modo que nunca hablamos de la manera en que respiramos. Lo repetiré: un clásico. Durante estos días pasados la ciudad volvió a ser, para mí, la que era: compré unas pelucas en La Peseta, vi amanecer el nuevo año en las inmediaciones de la Plaza Mayor y el Turu regresó a nuestras calles, a malvivir después de su estancia de varios años en la cárcel.