Es asombroso cómo se apolilla o se oxida una máquina en cuanto dejamos de usarla. Hace unos cuantos meses tuve que renunciar al uso diario de mi viejo ordenador, que casi se caía en pedazos. No cargaba bien los programas, sufría continuos reinicios y bloqueos, las letras del teclado se desgastaban cada poco, el ratón era viejo y demasiado voluminoso, la pantalla se había quedado minúscula en comparación a los monitores que ahora venden y me daba tantos sustos que fue necesario comprar otro. Llevé el viejo pc a Zamora y lo arrumbé en una mesa. Su principal cometido era el de servirme de procesador de textos para cuando pasara unos días en la ciudad y tuviese que escribir los artículos. Cada vez que vuelvo y debo utilizarlo, sin embargo, el pobre cuenta con un achaque más. Si introduzco un disco, el ordenador comienza a renquear como un anciano molido por la gripe y el lumbago. Le cuesta reproducir los vídeos y un poco menos los archivos de sonido. El reproductor de dvd dejó de funcionar pronto y la última vez que probé a meter dentro una película incluso la bandeja se cerraba con lentitud, igual que si le costara grandes sacrificios y pérdidas de energía.
Al comienzo de estas navidades traté de hacerlo funcionar. Lo reservaba ya únicamente para una tarea: abrir un documento de word y escribir. Para eso, supuse, podrá funcionar. Pero la falta de uso, insisto, propicia múltiples dolencias a las máquinas (y al hombre). Lo primero que falló fue la tecla de Enter o Entrar. La pulsé un par de veces y saltó de su resorte. Parecía una broma del Día de los Inocentes. Intenté volver a colocarla, pero no hubo manera. Se le debió romper algo por dentro. Quise abrir un viejo documento de texto que traía en un disco y el pc tardaba años en cumplir cada orden que le daba con el cursor o con el teclado. Al arrancar rugía demasiado. Si una persona sonara así, de inmediato la llevaríamos a Urgencias. Estos y otros desperfectos me hicieron desistir. Pero en los cyber resulta difícil seguir la disciplina de la escritura, y no digamos ya descargarse archivos adjuntos (operación que debe estar prohibida, a juzgar por los dos o tres locales donde he intentado bajarme documentos del correo electrónico, sin lograrlo). He tenido que escribir en casa ajena, pero me vi tan a gusto como si estuviera en la mía. En cuanto transcurren los dos primeros minutos a las teclas uno se ajusta al teclado, a la silla, a la pantalla, y todo va bien.
El pasado fue uno de esos años en los que muchos de mis objetos (máquinas, muebles) se rindieron. Me dijeron su último adiós. Yo prefiero constatar que fue el penúltimo. Porque todavía no he arrojado ninguno de ellos a la calle ni a la basura. Además de fallarme el ordenador y tener que comprarme otro, agonizó el reproductor doméstico de dvd. Y falló mi vieja silla giratoria. Una silla de oficina que me prestó mi familia hace años, poco antes de comenzar las colaboraciones con este periódico. Pero dos meses atrás dijo basta. Falló algo en su mecanismo interno, se le cayó un tornillo al suelo y el respaldo se quebró hacia atrás, como un animal muerto. ¿Qué más se estropeó o dijo su penúltimo adiós? La cafetera. Me la había dejado mi madre y también se averió. Y ya saben que, con respecto a este tipo de aparatos, resulta más conveniente enviarlos al cuarto de los trastos o arrojarlos al vertedero antes que repararlos. Nuestra vida está repleta de objetos que van fallando. Puede que la suma de ellos sea una especie de resumen de nuestras vidas. Me pregunto cuáles agonizarán este año que empieza y, si de nuevo, tendré que gastar más de lo previsto.