Semana tras semana voy aplazando una visita al Museo de Cera. Cuando era niño me llevaron a verlo tras un viaje de Zamora a Madrid. Lo que no recuerdo con exactitud es si fui con mis abuelos o en una excursión del Colegio Arias Gonzalo. Tanto mis abuelos como los profesores me trajeron unas cuantas veces a Madrid, así que no es raro que confunda esas excursiones. Lo que sí recuerdo con mucha exactitud, en cambio, es la impresión que las figuras de dicho Museo de Cera dejaron en mí. A ello influiría, supongo, la visión del clásico “Los crímenes del museo de cera”, por la que se paseaban el gran Vincent Price y el no menos grande Charles Bronson, en el papel de criado mudo. Los recovecos de aquel sitio me pusieron los pelos de punta y, al salir, me llevé un programa de mano en el que mostraban fotos de algunas de las figuras representadas. Los personajes inspirados en célebres homicidas me parecían terroríficos. Creo que se me erizaban los pelos de la nuca al verlos allí dentro, manejando cuchillos de cocina o convertidos en víctimas de las torturas de la Inquisición.
Las razones para el aplazamiento de esa visita, ahora que ya me asoman canas en el cabello y en la barba, son dos. En primer lugar que, comentando una tarde el tema con la gente de mi entorno, alguien dijo que el Museo de Cera no era lo que yo creía, sino que las figuras eran cutres y, salvando la sección de terror, daban pena y risa. Que la mayoría de las caras se parecían a las de los famosos como un huevo a una castaña. Y que, probablemente, la impresión infantil que había guardado en mi memoria se desvanecería al contacto con la realidad, ahora que ya tiene uno los pies sobre la tierra y es un poco menos soñador y fantasioso (pero sólo un poco menos). Pensé en esos momentos que hemos idealizado en la infancia y luego, al probar su sabor años después, se desvanecen, nos parecen artificiales y cutres: monumentos que ya no son tan espectaculares, películas que creímos una maravilla y cuya revisión nos demuestra que sólo eran subproductos, paisajes que merman demasiado cuando crecemos nosotros… En segundo lugar que, por la entrada individual para un adulto, soplan quince euros. Y quince euros por ver fantoches (me refiero a que estén mal hechos, no a los personajes representados) es un precio excesivo. Pero la visita la cumpliré una tarde de estas. Si las buenas impresiones se desploman en cuanto entre, me quedará la fortuna de reírme un rato. Como cuando reviso las películas malas de kung fu de los setenta, que aún se me antojan un festival de diversión saludable y actores pésimos.
Tras aquella conversación en la que me dijeron que el Museo de Cera no es lo que creía, entré en la página web del mismo. Quería ver las fotos. Comentemos algunas. Hay un James Dean que se parece más al Madelman que al legendario actor. Superman es un chiste con capa y, aunque digan que se inspira en Christopher Reeve, le veo más similitudes con George Reeves, el tipo que hizo la serie sobre el personaje. Han hecho a un Harry Potter con más pinta de muñeco del tiro al blanco de los caballitos que de mago adolescente. Y Einstein… Digamos que el Einstein representado me recuerda a los vagabundos alcohólicos de mi barrio. Tienen otros más logrados, como Picasso y Dalí, o así se discierne en las fotografías. Supongo que lo mejor continúa siendo la sección de terror, a la que, junto a los célebres asesinos españoles, han incorporado iconos de la ficción de los nuevos tiempos, como Freddy Kruger. En las fotos, los crímenes me siguen impresionando. No obstante, quiero volver a visitarlo en persona. Lo haré un día de estos.