Tenía la televisión encendida, como ruido de fondo, y entonces apareció un reportaje sobre un programa nuevo: “Cambio radical”. Levanté la vista del periódico, o del libro, o de lo que estuviera leyendo, y vi el publirreportaje. Las escenas pertenecían a la versión americana de tal programa. He de decir que me parecieron totalmente bochornosas. Seleccionaban a una mujer de aspecto vulgar; no era guapa, pero tampoco horrible. Mecánica de profesión y entrada en carnes. Iba vestida con ese chándal que les gusta tanto a los yanquis cuando se ponen a pasear al perro en las proximidades de sus casas con césped recién cortado. El pelo, sujeto en una cola de caballo. Se le adivinaba alguna adiposidad en la cintura, y la nariz era algo ganchuda, pero no hasta el extremo de necesitar cirugía plástica. Cuando le comunicaron que había sido seleccionada, se puso a gritar y le flojearon las rodillas. A mí me dio la impresión de que estaba sentada en el váter, con estreñimiento. Pero no: era alegría. Un equipo de expertos (peluqueros, entrenadores, cirujanos, y en ese plan) se la llevó a su base de operaciones. La familia deseaba suerte a la muchacha y la veía partir con la esperanza de que le devolvieran a una princesa.
Un montaje rápido mostró las escenas en las que a la mujer la empezaban a transformar. Le operaban la nariz, para que la curva fuese más suave. Le quitaban los michelines. Le metían silicona en los senos. Le arreglaban la papada y le cambiaban de peinado. Sin olvidar el sometimiento al ejercicio (o eso decían), un poco de maquillaje y un vestido con tirantes y zapatos de tacón. Cuando regresaba a los brazos de su familia, la aclamaban como suelen hacer los americanos, con mucho “Yeepa” y “Yiiiha”. En mi opinión, la chica parecía, sí, mucho más femenina (el truco era fácil: coger a una muchacha en chándal y zapatillas y con el cabello recogido y devolver a una tía vestida como si fuera a la fiesta de Nochevieja). Pero, en el fondo, igual de vulgar e incluso más horrible. Todo ese rollo de las operaciones podría haberse suplido sin gastar mucho dinero: bastaba con que ella misma cambiase de vestuario, y se pusiera a dieta unos días. Echen un vistazo a ese pastelón que se titula “Princesa por sorpresa” y demás comedias románticas algo vomitivas: el patito feo se convierte en cisne sólo con un corte de pelo y un vestuario sexy. No hace falta meter el bisturí. En algún otro canal, hace ya tiempo, recuerdo haber visto algún capítulo de la versión del programa en Estados Unidos. Resultaba aún más patético y bochornoso en el caso de los hombres. No solían pasar por el quirófano, pero sí por la peluquería y por una tienda de ropa. Al plató entraba un tipo con aspecto de “loser” y salía el mismo tipo con aspecto de “loser”, pero bendecido por el uso de las tijeras, la loción de afeitar y las pinzas. Un tipo como más limpio y al que habían depilado el entrecejo, afeitado la barba de cuatro días, acicalado para quitarle el peinado “turronero” y cambiado el habitual chándal por un traje con corbata. Ese era el cambio. Un ardid, vaya.
Quiero decir que estos cambios los puede hacer uno solo, sin necesidad de ponerse en manos de expertos ni aparecer en la tele ni hacer el ridículo. El cambio de imagen debe surgir de uno mismo. O, acaso, requerir la ayuda de una madre o de un colega con visión fresca y moderna. No piquen con estos programas. Por otro lado, nos confirman lo que la televisión siempre patenta: que lo que importa es la imagen, el aspecto exterior, el cómo nos ven los demás. Y a algunas personas no les hace falta un corte de pelo, sino un buen libro en las manos. Por poner un ejemplo.