Venía de hacer un recado y me encontré a una vecina merodeando por el portal. Comprobaba las puertas de acceso a las escaleras que conducen al garaje y las que dan al cuarto de la limpieza y otras habitaciones de servicio. Me preguntó si tenía llave de esa primera puerta. Estaba abierta y quería que alguien la cerrase. Comprobé que, en efecto, estaba sin tranco y en las escaleras se habían averiado las luces. La mujer, entonces, procedió a explicarme sus razones para andar revisando las puertas del inmueble y asegurarse de que estuvieran accesibles sólo para los vecinos.
Esa vecina vive en el último piso del edificio. Por encima de ella se encuentran las buhardillas y los trasteros. Antes de entrar en ese espacio hay una pequeña antesala en la que se oye rugir el mecanismo del ascensor y en la que, a veces, los vecinos dejan las cajas que no sirven o apilan algunos cachivaches temporalmente. La tarde anterior ella había subido a buscar algo y todo estaba en orden. A la mañana siguiente, sin embargo, al salir de su piso olió a orines en el ambiente. Me dijo que, al principio y nada más sentir la vaharada fétida del pis, creyó que eran imaginaciones suyas, fruto de su obsesión con las meadas de la calle (no es para menos: cerca del portal apesta a las evacuaciones con las que los alcohólicos españoles, los camellos marroquíes y los africanos juerguistas riegan a diario los coches, las esquinas, los contenedores y las aceras). Es un hedor profundo, que se le mete a uno en las entrañas, y que se advierte de manera notable cada día, pero especialmente en las noches de sábado y durante las mañanas de domingo. La vecina subió al descansillo y se encontró un plato de dudoso gusto y aroma: excrementos y orines humanos. Una plasta y un charco. La mujer aún parecía mareada del olor y de la impresión. Se sabe que son evacuaciones humanas por dos motivos. Primero, porque ningún vecino tiene animales. Segundo, y esto lo sabrán quienes hayan tenido mascotas, porque los perros y los gatos no hacen en el mismo sitio sus necesidades. Al contrario que los humanos. Un perro o un gato mean y luego defecan, pero lo hacen en zonas distintas.
La mujer estaba aterrada porque eso significa una cosa: alguien se había colado en el edificio durante la noche, había subido a dormir y a hacer sus necesidades fisiológicas y matutinas. Pensé de inmediato en algún vagabundo, o en uno de los alcohólicos de la plaza, que no habría resistido el frío a pesar de dormir encima de la rejilla de calefacción del metro. Pero también es posible que no fuera un pobre hombre sin casa. ¿Quién sabe con lo que se puede topar uno en estos tiempos? Podría ser un criminal, un fugitivo, un chiflado, un desvalijador de apartamentos con poco oficio a cuestas, un borracho extraviado en la noche. No conviene fiarse. Y a nadie le gusta que en su edificio duerma un extraño que deja, al despertarse, un pastel hediondo salido de sus intestinos. La vecina quería poner uno de esos avisos que ruegan a los vecinos que se aseguren de cerrar bien todas las puertas. Yo mismo le puse el tranco a la puerta de acceso al garaje. Estuve dándole vueltas al asunto. Lo más fácil es que el intruso se colara por la puerta principal. Tarda en cerrarse y algunas noches hay juerguistas o camellos sentados en el escalón del portal. Una noche saludé a unos españoles jóvenes, bastante animados, que estaban en ese escalón. Cuando subimos, los tipos aprovecharon para entrar a hacer un poco el tonto y reírse. Antes de meternos en casa tuvimos que bajar a pedirles que se fueran. Me han contado que en el edificio no es la primera vez que se mete un habitante incierto. Nadie lo ve, pero deja huellas.