Procuro no utilizar demasiado el metro, para evitar gastos y permitir que las piernas trabajen un poco. También porque el metro, en el fondo, es una pesadez: líneas que no funcionan, trenes que tardan mucho en aparecer o que se averían, apretujones como en una lata de sardinas. Los zamoranos que van cada mañana a la oficina les habrán contado cientos de historias. Es curioso lo que se ve a diario. Me gustaría llevar una cámara, pero no soy ducho en hacer fotografías y no sabría qué explicarles a las personas a las que quisiera retratar. Si yo entro poco en el metro, imaginen lo que habrán visto esos zamoranos que comentaba antes. Aquello es un tarro de esencias, muchas de ellas con aroma a caspa y a violencia, como esa pelea que mostraron en el YouTube, pero otras son incluso alentadoras. Como si fuese un álbum de fotos, aquí dejo algunas estampas recogidas en los últimos días en los vagones del metro. Algunos de ustedes las habrán vivido iguales o parecidas, o mejores.
Se cierran las puertas de un vagón y una madre que acaba de entrar con sus hijas trata de regresar corriendo al exterior. Ha colocado las manos sobre los hombros de la más pequeña y nos dice algo que no entendemos. Al apartarnos, la niña vomita. Las puertas se han cerrado y no da tiempo a que suelte la papilla fuera. Nos caen algunas salpicaduras. La visión del vómito y el olor nauseabundo que este despide no es lo más adecuado para viajar en metro, atrapado en un vagón y con los bamboleos propios del viaje, que recuerdan a las atracciones de las ferias. Y, si tienes resaca, es aún peor. Cuando el tren se detiene en la siguiente estación, los nuevos pasajeros pisan el vómito. No es la primera vez que esto ocurre en el metro. Al menos es la pota de una cría, sin duda menos enferma o más pura que la de un adulto borracho. Más adelante, dos vigilantes de seguridad recorren el andén, buscando a alguien. Cuando la puerta de doble hoja va a cerrarse, una joven de falda hasta los tobillos entra y atrás queda la mano de uno de los vigilantes, como si intentara atraparla. Hay un muchacho que, como yo, observa la escena. El vigilante se dirige a él, mediante gestos: señala a la joven, se coloca un índice bajo el ojo y luego hace con una mano el gesto de mangar o robar. La traducción es rápida: “Cuidado, esa chica roba”. El muchacho asiente, como diciéndole “No se preocupe, me hago cargo”, y el tren se larga. No le quitamos ojo, por si nos saca el dos de bastos. En la siguiente parada, sale otra vez.
En otro viaje: llega al vagón un tipo joven. Barba, pero sin bigote. Gafas de montura delgada. Aspecto de ratón de biblioteca, pero en bohemio. Apoya en el suelo una guitarra dentro de su funda y una banqueta de plástico. Saca un libro y lee de pie. “La Ilíada”. Me gusta la estampa. Deduzco que es un músico callejero, con algo de poeta inédito y lector de clásicos en sus trayectos. En la siguiente estación entran dos hombres. Uno, con guitarra. El otro, con violín. Su aspecto es patibulario. Pero entonces se ponen a tocar y aquello es una delicia. Tocan varias canciones conocidas, y las tocan seguidas, sin dejar silencios entre ellas, como si fuesen pinchadiscos de un pub. Acaban con su versión de “La bamba”. Pero lo que me apasiona de verdad es observar de reojo el comportamiento de los pasajeros silenciosos. Allí atrapados, como en los ascensores llenos de desconocidos, cara a cara, codo con codo. Ninguno sabemos a dónde mirar, dónde reposar los ojos. Se nota la incomodidad, incluso entre la gente acostumbrada. Si un extraterrestre quisiera tomar muestras del género humano, de sus miserias y sus encantos, le bastaría con llevarse un vagón repleto de pasajeros.